Los antiguos sostenían como condición de la tarea del historiador que esta se realice “sine ira et studio” (sin encono ni parcialidad). Pareciera que esta noble condición epistemológica resulta particularmente difícil a la hora de discutir el Nazismo y su más atroz corolario: la Solución Final. Pareciera imposible abordar la Shoah con las herramientas tradicionales de las disciplinas sociales, y en primer término la objetividad desapasionada. Ian Kershaw, el (por ahora) definitivo biógrafo de Hitler, sostiene que “se podría decir que una adecuada explicación del Nazismo es una imposibilidad intelectual.” “Con un líder que hablaba en un tono apocalíptico de poder mundial o destrucción … perpetró atrocidades- cuya culminación fue el asesinato masivo y mecanizado de millones de judíos-, de una naturaleza y en una escala que desafía la imaginación. ¿Cómo es posible escribir adecuada y “objetivamente” acerca de un sistema de gobierno que generó semejante horror?” (Kershaw: 2004, pp. 19-20).
Este interrogante, que está en la raíz de algunas de las mayores polémicas sobre la interpretación del Nazismo en las últimas seis décadas, probablemente en ninguna ocasión se expresó con la apasionada radicalidad que alcanzó a partir del juicio a Adolf Eichmann y en especial con la publicación del reporte de Hannah Arendt: Eichmann en Jerusalén.
Los interrogantes planteados por Arendt a partir de la observación del juicio de Eichmann y la confrontación con su propia teoría política son conocidos. Algunas de las preguntas que Arendt pioneramente formuló constituyen hoy en día herramientas básicas en los intentos de comprensión de la Solución final.
Fragmentos del mal
El análisis de la conciencia de Adolf Eichmann, el “pequeño” burócrata del Estado totalitario moderno, el empleado público cuya única pasión no es la euforia de la violencia sino “cumplir con la Ley”, encarnada en la Alemania Nazi en la “voluntad del Fuhrer”, constituye uno de los primeros intentos de entender el Holocausto a la luz de la Modernidad. No el atávico antisemitisimo, (totalmente incierto en el caso de Eichmann) sino el Estado burocrático moderno, son desde esta perspectiva, la condición de posibilidad de la Shoah. De allí que sea factible para Arendt referirse a la “banalidad del mal”. Al respecto ha escrito Dan Diner que “la conciencia de la responsabilidad personal y la culpa se disuelve con todas las consecuencias para el posterior enjuiciamiento y castigo por el derecho penal que esto implica. Los acontecimientos parecen tan desconectados que las piezas individuales que constituyen el delito en su totalidad aparecen necesariamente banales. Este fenómeno del perpetrador alienado de su delito es lo que Hannah Arendt tiene en mente cuando afirma que los horrores y los crímenes ejecutados por los nazis fueron más allá de la culpa, que los delitos nazis habían perdido su significación penal y criminal.” (Diner: 1997, p. 183).
La dificultad para el lector contemporáneo de esta descripción acaso estriba en la intuitiva asunción de que ese mal diluido en millares de pequeños fragmentos administrativos es banal desde el punto de vista de los perpetradores, pero esa perspectiva no se condice, sino que choca directamente con la perspectiva de las víctimas. Siguiendo a Diner, “las víctimas directas de las masacres, como las perpetradas por los comandos especiales, así como las víctimas de la matanza administrativa e industrial, experimentaban el proceso de la muerte de una forma violenta y cruel, como una realidad física que pide a gritos una reparación. Para ellos, el mal no era el mero resultado de una acumulación administrativamente estructurada de banalidades, sino una monstruosa experiencia física y psicológica.” (Diner: 1997, p. 184).
Desde esta lectura, resulta significativa la crítica constante de Arendt a la estrategia de la acusación durante el proceso en Jerusalén de acumular durante casi dos meses, testimonios de sobrevivientes de la Shoah sobre sus experiencias, aun cuando esas experiencias no tuvieran manifiesta relación con la culpabilidad de Eichmann, culpa que en opinión de Arendt quedó ampliamente demostrada ya en los primeros días del juicio. Arendt refiere a “este ambiente, no ya de juicio espectacular, sino de mitin multitudinario, en el que los radores, uno tras otro, hacen cuanto pueden para conmover a los oyentes”. (Arendt: 1999/1963, p. 75) La enumeración del sufrimiento judío, así como el intento de enmarcarlo en la perspectiva mayor de la Historia judía en la Europa moderna, le parecen a Arendt condimentos innecesarios, destinados más a la propaganda israelí que a la dilucidación de la culpa del mediocre funcionario Adolf Eichmann.
Pareciera como si la opción consciente de Arendt de elegir una perspectiva universalista, la hubiera cerrado a la posibilidad de acceder a la perspectiva de las víctimas (perspectiva que por otra parte, no podía ser muy lejana a la experiencia personal de la refugiada judía alemana Hannah Arendt que huyó de la Alemania nazi luego de haber sido detenida por la Gestapo en julio de 1933).
Esta es probablemente la imagen que reverbera en la carta que el famoso historiador Guershom Shalom le escribe a Arendt en respuesta su libro, en la que hace referencia a la “ligereza” de tono en el tratamiento del sufrimiento judío, y la asocia a la ausencia de “Ahavat Israel” (Amor a Israel). Shalom, en una carta no exenta de paternalismo y hasta de cierto prejuicio de género, como acertadamente ha señalado Edit Zertal (Zertal: 2010), cuestiona la falta de sensibilidad y de mesura de Arendt, en especial en lo que se refiere al abordaje del papel del liderazgo judío en los territorios ocupados por los nazis, y significativamente el liderazgo de los consejos judíos o “Judenrate” en los guetos. (Arendt: 2005/1978, pp. 137-150).
La opcion de las victimas
Para Arendt está claro que las dimensiones monstruosas de la Solución Final solo fueron alcanzadas gracias a la colaboración de los líderes judíos. “Para los judíos, el papel que desempeñaron los dirigentes judíos en la destrucción de su propio pueblo constituye, sin duda alguna, uno de los más tenebrosos capítulos de la tenebrosa historia de los padecimientos de los judíos en Europa.” ”Eichmann no esperaba que los judíos compartieran el general entusiasmo que su exterminio había despertado, pero sí esperaba de ellos algo más que la simple obediencia, esperaba su activa colaboración y la recibió, en grado verdaderamente extraordinario.” “En Ámsterdam al igual que en Varsovia, en Berlín al igual que en Budapest, los representantes del pueblo judío formaban listas de individuos de su pueblo, con expresión de los bienes que poseían; obtenían dinero de los deportados a fin de pagar los gastos de su deportación y exterminio; llevaban un registro de las viviendas que quedaban libres; proporcionaban fuerzas de policía judía para que colaboraran en la detención de otros judíos y los embarcaran en los trenes que debían conducirles a la muerte; e incluso, como un último gesto de colaboración, entregaban las cuentas del activo de los judíos, en perfecto orden, para facilitar a los nazissu confiscación.” (Arendt: 1999/1963, p. 73).
En esta línea, las palabras más duras de Arendt se refieren al proceso de selección al que los líderes de los consejos judíos se vieron sometidos, en especial a partir de 1942. “Se creían capitanes «cuyos buques se hubieran hundido si ellos no hubiesen sido capaces de llevarlos a puerto seguro, gracias a lanzar por la borda la mayor parte de su preciosa carga», como salvadores que «con el sacrificio de cien hombres salvan a mil, con el sacrificio de mil a diez mil».” “Nadie se preocupó de obligar a los representantes judíos a jurar mantener en secreto sus actividades, por cuanto se prestaban voluntariamente a ser «receptores de secretos», ya fuera a fin de evitar el terror actuando con la máxima discreción, como era el caso del doctor Kastner, ya por consideraciones de orden «humanitario», tales como pensar que «vivir en espera de la muerte por gas sería todavía más duro», como fue el caso del doctor Leo Baeck, ex rabino mayor de Berlín.” (Arendt: 1999/1963, p. 74).
En este punto Arendt establece una distinción significativa, aunque discutible, entre los judíos en los guetos y los prisioneros en los campos de concentración y exterminio. En su cartarespuesta a Shalom, Arendt enfatiza que aún sometidos a un régimen de terror los primeros “tenían una cierta, aunque limitada, libertad de decisión y acción”, en tanto que en los campos esa libertad no existía. No se trataba en su opinión de “oponer resistencia” en el sentido que escasísimos jóvenes consiguieron hacer en los guetos de Polonia, sino de negarse a colaborar. En sus palabras “existía la posibilidad de no hacer nada”. (Arendt: 2005/1978, pp. 137-150).
Casi sin excepción, los “villanos judíos” de esta historia marcharon a los trenes y murieron en los campos. O fueron fusilados por hacer precisamente lo que según Arendt no hicieron: contar a su pueblo la verdad sobre Auschwitz (tal el caso de Paul Epstein en Therezin, mencionado repetidamente como uno de los colaboradores judíos de Eichmann). Algunos sobrevivieron para ser denigrados por la derecha nacionalista israelí, como Rudolf Kastner, por quien Arendt manifiesta una clara antipatía. Que no amaina ni siquiera por el hecho de que Kastner fuera asesinado en una calle de Tel Aviv en marzo de 1957 por tres militantes nacionalistas meses antes de que la corte israelí lo declarara inocente de todas las acusaciones de colaboracionismo con los nazis.
Las conclusiones de Arendt tienen un tono taxativo e indudablemente condenatorio.
Zygmunt Bauman, uno de los autores que profundizó en las intuiciones de Arendt, ha esbozado un juicio más ecuánime: Si tenían elección, ninguno de los consejeros o policías judíos subían en el tren de la autodestrucción. Ninguno ayudaría a matar a otros. Ninguno se sumergiría en una corrupción propia de las orgias en tiempos de plaga. Pero no tuvieron esa elección. O mejor dicho, no fijaban ellos la gama de elecciones posibles. (Bauman: 1997/1989, p. 194). Para Bauman, las opciones del liderazgo judío fueron, en última instancia, autodestructivas. Pero estaban predeterminadas por un sistema sobre el que no tenían en última instancia el mínimo control, y que operaba para hacerles creer precisamente lo contrario. Que combinaba tramposamente un régimen de terror inaudito con una velada promesa de que era posible “civilizar a las bestias”. Una promesa que, citando nuevamente a Bauman, los subió a un tren cuyo destino final era Treblinka.
La profunda alienación que Arendt manifiesta con relación a esa dirigencia, acaso sea corolario de la tradicional alienación del intelectual crítico con relación al askan comunitario. O del judío alemán con relación a los “ostjuden”, cuyo tono y acento probablemente haya reconocido Arendt en los lideres del Sionismo “realmente existente” en el Estado de Israel. No es aquí el espacio para especular sobre los porqués de esa elección. En última instancia, Eichmann en Jerusalén narra la historia de dos tragedias. La tragedia judía de la Shoah puesta en el prisma de un proceso judicial que pretendió (y en gran medida consiguió) ser ejemplar en todos los sentidos de la palabra, incluyendo aquel sentido peyorativo que Hannah Arendt misma acuñó. Y la tragedia menor, pero significativa, del desencuentro entre una intelectual pionera, que puso sobre el tapete algunas de las preguntas más desafiantes de la historia judía (y de la Historia moderna), y la comunidad humana de la que hasta el último día de su vida se sintió parte: el pueblo judío.
Publicado en Nueva Sion, Buenos Aires, Agosto 2011