Quise hacer un viaje a la memoria. Conocía el Holocausto a través de libros, filmes, relatos contados entre lágrimas y a escondidas. Esa necesidad me llevó a Polonia. Y allí comenzó un viaje que cualquier persona debiera hacer una vez en la vida.
Es caminar la historia. Conocer un horror que no alcanza a plasmarse en una hoja de papel. Recordar Majdanek me provoca un impacto y un dolor que me acompañarán hasta el último día. Igual que recorrer los senderos pedregosos que alguna vez fueron aplanados por hombres y mujeres en días de horas eternas, luchando contra el hambre, el frío, las enfermedades y el terror. Esos mismos que eran enviados a un "baño de desinfección".
Todo está intacto aún, todo a la vista de aquellos que practican un negacionismo necio y soberbio.
Mis ojos y mis manos todavía sienten la textura de esos zapatitos de niños que con tanto respeto acaricié en Majdanek. Recé oraciones pensando en esos niños, en esos juegos con esos zapatos que hoy quedan allí como llorando una ausencia que no es un dolor sólo para el pueblo judío, sino un dolor para toda la humanidad.
Muy cerca de allí, un pueblo celebra Corpus Christi. Escucho claramente las oraciones, las canciones, los rezos… y pienso que hasta Dios tiene poderes limitados.
Errores y horrores. Caminé la historia, recorrí el horror y conocí lo que puede hacer el hombre y lo que como humanidad podemos repetir si no contamos que esto sucedió.
Cuando se nos habla de "campos de concentración" o "de exterminio", hablamos de verdaderas fábricas de muerte, consecuencia de un proceso. Comenzó con la intolerancia, siguió con la persecución a los diferentes, luego se los encerró en guetos para no verlos. Pero eso no bastó. Era necesario avanzar en ese plan siniestro. Y el mundo calló, los poderes callaron.
Entrar en Auschwitz es abrir la página más negra de la historia de la humanidad. El dolor atraviesa el corazón. Cada ladrillo parece gritar: "Miren, cuenten a sus hijos, recuerden o todo volverá a pasar".
En Birkenau, la industrialización de la muerte tenía una organización perfecta. Tren, vagones, baño de desinfección, gas, fosas donde se los enterraba si la cantidad excedía la capacidad de los hornos crematorios: 2.500 personas cada hora, por cada horno.
Pueblos arrasados, fosas comunes, cementerios ultrajados. Recorrí lugares que alguna vez fueron orfanatos, centros de niños discapacitados. Todos ellos fueron asesinados en Auschwitz. Regresé diferente, activista de una causa, de una misión: contar. Que la humanidad sepa lo que pasó. Podremos explicar de muchas maneras, pero Auschwitz nunca se podrá entender.
Allí murieron 1,5 millón de hombres, mujeres, niños. Gitanos, húngaros, judíos, polacos. Cuando se habla de Auschwitz, se siente la necesidad de gritar. Pero ese grito también debe servir para luchar por la construcción de una sociedad basada en la tolerancia, en el respeto, en la certeza de que, si olvidamos, puede volver a suceder.
Seamos adictos a la memoria, que la shoá (Holocausto) sea una advertencia, una señal que la humanidad lleve como un estandarte.
Titular de la Delegación Córdoba del Inadi