Acto I: Una memoria atormentada y en conflicto
Hacia marzo de 1967, la periodista de Daily Telegraph Magazine, Gitta Sereny, recogió las impresiones de estudiantes secundarios de Alemania Federal de entre dieciocho y veintitrés años. La mayoría de de ellos no había nacido sino hasta 1944, de modo que no habían presenciado o no recordaban la caída de la era nazi, aunque como la gran mayoría de los alemanes, debieron vivir en carne propia la enorme precariedad material de una sociedad en plena reconstrucción en la primera mitad de la década de 1950. Sus impresiones eran reveladoras:
Un muchacho de Wiesbaden afirmaba, “Todo lo que hacemos en el colegio se refleja en nuestras calificaciones… Es fundamental tener la actitud ‘adecuada’, las opiniones ‘adecuadas’. Las opiniones adecuadas son las más ‘seguras’. Sin demasiada tendencia a la izquierda, porque eso sería traición, una herejía. No demasiado a la derecha, porque eso sería arriesgado”… A la hora de escribir nuestras redacciones en alemán tenemos que ser precavidos. En una redacción de ‘tema libre’ no sería conveniente expresar ninguna idea que al profesor pudiera no gustarle. Es decir, cualquier cosa que se encuentre fuera de ‘lo establecido’, en realidad, casi todo. No discutirían con el autor al respecto, simplemente calificarían con un ‘cuatro’ (la nota más baja)… Les tenemos miedo, y ellos tienen miedo del director del colegio, que a su vez teme a los inspectores, a los cuales intimida el Ministerio del Interior”… Basta con reunir unos cuantos ‘cuatros’ para suspender el curso y perder así un año de tu vida”. Por su parte, una muchacha de Colonia de diecisiete años decía, “Cuando creemos que los profesores nos califican mal porque nos han cogido manía, se lo decimos a nuestros padres… (… pero ellos nos recomiendan: “Sé diplomática, sé agradable, disimula”, así que decimos lo que creemos que a los profesores les gusta oír. Es fácil. Y, de todas formas, es lo que quieren oír nuestros padres. Quieren que tengamos éxito…”. A su vez, Jürgen, un muchacho de la Unión Cristiano Demócrata de Frankfurt, señalaba, “Sí, existe un consejo escolar, pero eso no significa nada. En realidad, no podemos hacer nada para cambiar las cosas, así que nuestros representantes se dedican únicamente a organizar exposiciones y competiciones. Todo es una farsa… Sí, el colegio tiene un periódico, pero está sometido a la supervisión de un profesor asesor que tiene el derecho de censurar y anular lo que quiera…Sí, intento proponer cambios, al igual que muchos de los que participamos en los consejos escolares, pero es inútil, el conjunto de los estudiantes no nos apoyarían. Todos tienen miedo de levantar la mano, y finalmente ese miedo nos invade a todos. No existe un sentimiento corporativo en ningún centro de enseñanza, y no veo la manera de incentivarlo. No convivimos, no hacemos deporte juntos, ni siquiera competimos intelectualmente; cada uno vive para sí mismo, eso es lo que hay. Existe una tremenda pasividad social, derivada de la actitud de los profesores y del temor que inspiran en nosotros, y fomentada por la actitud de nuestros padres, así como nuestro amor y respeto hacia ellos” (Sereny, 2005, pp. 82-83).
Estas primeras impresiones de 1967, de una u otra forma aludían al arraigado y exacerbado autoritarismo del país, que si bien parecía remontarse hacia muy atrás en el tiempo, también se proyectaba al presente en todos los ámbitos de la sociedad. Sin embargo, si el autoritarismo podría ser interpretado como una constante cultural en el pueblo alemán, lo curioso es que en boca de los jóvenes alemanes de 1967, aparecía asociado a otro fenómeno:
Como decía un estudiante de veintitrés años de Munich, “Prácticamente todo lo que sucede en Alemania en la actualidad tiene sus raíces en la época de Hitler. No hay un solo aspecto de nuestras vidas, en el ámbito cultural, científico y por supuesto político, que no refleje las consecuencias de aquél período. Veinticinco años no son nada en comparación con el alcance de su influencia, que todavía perdura. A diario vemos y sentimos las secuelas de ese pasado. Pero no podemos visualizarlo o entender cómo pudo ocurrir. Ni aceptarlo, y por eso mismo no somos capaces de neutralizar sus efectos, puesto que la negación de nuestros padres de su participación en todo aquello hace que parezca algo irreal. Lo único que podemos hacer es tacharles de mentirosos, o construir nuestras vidas a partir de la nada”. Uwe, un muchacho de dieciséis años de Stuttgart, brindaba otros antecedentes, ”Hablamos de todo, de los estudios, de mi futuro profesional, de sexo, en fin, de todo. Excepto de…el pasado. Hay cosas que me gustaría saber. Pero ¿cómo le pregunto a mi padre? ¿Qué hago para que me cuente lo que pasó? Existe una cosa que se llama lealtad”. Con cierta resignación, una joven de Düsseldorf agregaba, ”¿Cómo podemos siquiera mencionar el tema delante de nuestros padres? ¿Cómo podemos permitir que crean que les relacionamos, aunque sea de forma remota, con aquél episodio terrible? Únicamente serviría para…para contaminar a nuestra familia, nuestro amor”. Finalmente, un joven de Berlín profundizaba, ”He pasado por momentos muy difíciles con mis padres, les he preguntado muchas cosas. Son muy liberales en comparación con la mayoría, nos llevamos muy bien. Me ofrecen su apoyo en todo lo que quiero hacer. Aun así, son incapaces de responder mis preguntas acerca del pasado: es un tema tabú”. (Sereny, 2005, pp. 83-84).
En resumen, sectores representativos de la juventud alemana en 1967 percibían que los trazos de un marcado autoritarismo en la escuela se correspondían con un profundo silencio en el hogar respecto al pasado reciente del país. Esta segunda generación de jóvenes, en el fondo y sin saberlo, eran víctimas del trauma histórico que afectaba a la totalidad del pueblo alemán. Sus antecesores, la primera generación de jóvenes después de 1945 –que al final de la guerra recién eran niños o adolescentes- habían enfrentado una situación aún peor, puesto que entre 1945 y 1967 la combinación de autoritarismo y silencio frente a una culpa colectiva había sido más devastadora. Muchos de ellos habían logrado superarlo, pero no gracias a un reconocimiento oficial propio de las aberraciones cometidas y, en consecuencia, no habían tenido otra opción que enfrentarse y romper con sus padres.
De tal modo, también en 1967, un joven diseñador de 32 años de Munich, señalaba que “No debemos olvidar que aquello sucedió hace quince años. Nuestra reacción fue más directa; nosotros mismos estuvimos expuestos a algunos de sus efectos; las heridas y la culpa de nuestros padres eran más recientes; la situación más fluida en su conjunto, el ambiente general no tan estancado como el de ahora...Dejé la casa de mis padres en cuanto pude…Me fui…Se lo dejé a ellos…Casi no les veo…Imposible estar con ellos en la misma habitación…No llegábamos a ningún acuerdo acerca de lo que era realmente importante”. Por su parte, un psicólogo industrial de 33 años de Berlín señalaba, ”Pero por lo menos nos sentimos relativamente limpios: sabemos la verdad, la aceptamos y hemos podido empezar a construir nuestras vidas, a partir de ese punto” ((Sereny, 2005, pp. 84-85).
En posteriores entrevistas realizadas hacia abril de 2001, salía a relucir el mismo problema. Sabine, una joven que deseaba estudiar Historia en la Universidad, decía, “Mi padre es un buen ejemplo. Es una gran persona, en modo alguno autoritario, y me comprende. Pero es incapaz de llevarse bien con sus padres, mis abuelos, que ya eran bastante mayores cuando él nació, y que habían sido nazis formales, estrictos y entusiastas, algo que no podían olvidar. La solución que ha encontrado a este problema es no verles; nosotros apenas les conocemos, y eso es triste, ¿no le parece?” (Sereny, 2005, pp. 374-375).
Los alcances del no reconocimiento colectivo de la culpa y la vivencia del trauma se habían comenzado a traslucir ya desde los últimos meses de la guerra, cuando los bombardeos masivos a las grandes ciudades, los desplazamientos de refugiados y las enormes carencias materiales habían embotado el cerebro de la población civil, que marchaba como autómata por los caminos o vivía en medio de los escombros. Stig Dagerman, un corresponsal de la revista Expresssen, que informaba en 1946 desde Alemania, decía que viajando en tren a velocidad normal cerca de Hamburgo, “estuvo contemplando durante un cuarto de hora un paisaje lunar entre Hasselbrook y Landwehr y no vio un solo ser humano en aquella inmensa zona incontrolada, quizá el campo de ruinas más horrible de toda Europa. El tren, escribe Dagerman, como todos los trenes de Alemania, estaba muy lleno, pero nadie miraba afuera. Y a él lo reconocieron como extranjero porque lo hacía” (Sebald, 2003; pp- 39-40).
Los alemanes habían decidido hacer la vista al lado. No querían ver. Ante esto, los esfuerzos de los ocupantes aliados por crear conciencia acerca de los crímenes contra la humanidad, en vez de ayudar, agudizaron esa actitud. “Bajo la tenue luz del proyector, podía ver cómo la gente volvía la cara nada más empezar la película y permanecía así hasta que había acabado. Hoy en día pienso que esa cara vuelta hacia el otro lado era de hecho la actitud de muchos millones…La gente desventurada entre la que yo mismo me incluía se mostraba a la vez natural e insensible. No estaba interesado en que me presentaran hechos que me conmocionaran ni en ningún método de ‘conócete a ti mismo’”. Sin duda, estas sensaciones recogidas por el escritor Stephan Hermlin, dejaban muy en claro que mientras más se les obligaba a los alemanes a observar las terribles aberraciones amparadas por ellos, mayor era el grado de resistencia a reconocer la culpa colectiva y a reflexionar sobre ella (Judt, 2005:98).
Acto II: justicia sin verdad
Para entender las razones que permitieron a los alemanes eludir un reconocimiento de su culpa colectiva, es necesario analizar las condiciones del contexto histórico inmediatamente terminada la guerra, que tuvo un rol determinante en la forma como la población alemana canalizó su trauma postbélico hacia un proceso de victimización.
Acabado el conflicto, la primera causa que dificultó que los alemanes pudieran reconocer su responsabilidad colectiva ante la Shoa y los graves daños causados a los países ocupados en Europa, fue la injusta concentración de la culpa solamente en Alemania, en circunstancias de que ésta se hallaba repartida entre las poblaciones de los países agresores y sus aliados (Alemania, Austria, Hungría, Rumania, e Italia, entre otros), aquellos movimientos que se legitimaban en demandas nacionalistas (croatas, ucranianos, por ejemplo) y movimientos fascistas que asumieron el rol de colaboradores en países ocupados (Bélgica, Holanda y Noruega, entre otros).
Esto podría haber sido administrado de otro modo por las potencias triunfantes, pero desde muy temprano se hizo palpable que se avecinaba un fuerte enfrentamiento entre la creciente influencia soviética y la Europa apoyada por EE.UU. En vísperas de los inicios de la Guerra Fría, ambos bloques prefirieron consolidar sus posiciones de poder y sus zonas de influencia, en los hechos amnistiando discretamente a las poblaciones civiles de los países involucrados para ganar su apoyo ante el nuevo adversario. Esto es lo que explica que por el lado soviético y más allá de algunos espectaculares fusilamientos sumarios al terminar la guerra, se hiciera la vista gorda con importantes núcleos de población polaca y ucraniana que habían colaborado con gran entusiasmo en la matanza de judíos administrada por los Eisantzgruppen, los escuadrones de exterminio comandados por la SS en la invasión al este. De hecho, a pesar de una Pax soviética, el antisemitismo siguió arraigado. Así, Witold Kula, historiador económico polaco no judío, decía en agosto de 1946, “El intelectual polaco medio no se da cuenta de que hoy día en Polonia un judío no puede conducir un coche, no se arriesga a montarse en un tren, no se atreve a enviar a su hijo a una excursión escolar, no puede viajar a localidades apartadas, incluso prefiere las ciudades grandes a las de tamaño medio y sabe que no es aconsejable darse un paseo después del anochecer. Habría que ser un héroe para seguir viviendo en esas condiciones después de seis años de tormento” (Judt, 2005: 1150). Hacia abril de 1946, habían sido asesinados 1.200 sobrevivientes judíos en Polonia y un número también considerable sufrió la misma suerte en Eslovaquia y en Hungría, luego de regresar e intentar recuperar sus propiedades.
Por el lado occidental, la situación fue igual o más vergonzosa. Austria, que con 7 millones de habitantes había aportado 700.000 al NSDAP y había tenido una participación desproporcionada en las SS y en los campos de concentración, logró el estatuto de “primera víctima de Hitler”. Mientras, a Suiza, que no sólo hizo esfuerzos permanentes para no admitir refugiados judíos sino que además “traficó con oro saqueado, haciendo una considerable aportación al esfuerzo bélico alemán” y contó con bancos y compañías de seguros “que se embolsaron indecentemente enormes sumas de dinero pertenecientes a clientes judíos o a beneficiarios de pólizas de seguros de familiares asesinados” (Judt, 2005: 1159), simplemente se le permitió escabullir sus responsabilidades. Por otro lado, también en el lado occidental muchas personas no sólo culpaban a los judíos de su propio sufrimiento, sino que además veían con malos ojos el regreso de personas a quienes habían arrebatado –o de quienes habían ‘heredado’- sus propiedades y sus empleos. Así, “El 19 de abril de 1945, en el distrito 4 de París, cientos de personas se manifestaron para protestar porque, a su regreso, un deportado judío había tratado de reclamar su piso (ocupado). Antes de ser disuelta, la concentración degeneró prácticamente en un altercado, con la multitud gritando ‘La France aux français’ [Francia para los franceses]. Sin duda, el venerable filósofo católico francés Gabriel Marcel no habría recurrido a ese lenguaje. Pero no le avergonzó escribir unos pocos meses después, en el periódico Termoignage Chrétien, sobre la ‘altanera presunción de los judíos’ y su ansia por ‘hacerse por todo’”. En Holanda, donde los nazis se habían sorprendido del entusiasmo con que civiles, políticos y militares se unieron a las humillaciones y deportaciones de los judíos, una refugiada que había regresado escuchó que le decían: “Habéis vuelto muchos. Estaréis contentos de no haber estado aquí, con el hambre que hemos pasado”. Una superviviente italiana de Auschwitz, decía a su regreso “He conocido a gente que no quiere saber nada, porque los italianos, después de todo, también sufrieron, hasta los que no fueron a los campos… Solían decir “Por el amor de Dios, ya terminó”, así que durante mucho tiempo guardé silencio (Judt, 2005: 1147, 1149 y 1151).
Un segundo elemento que colaboró a la amnesia colectiva y a la ausencia de culpa en los alemanes fue la conjunción del llamado “Síndrome de Vichy” fuera de Alemania con los procesos judiciales contra los principales implicados dentro de Alemania. En el primer caso, en los países ocupados se habían liberado fuerzas destructivas entre la propia población y la colaboración o complicidad con las fuerzas de ocupación había llegado a ser de tal magnitud, que se requería crear un relato mítico, que aislara la labor de esos grupos del total de la población y los redujera a la condición de insignificante minoría. En ese sentido, cabía insistir en que no era una parte importante de los franceses la que había colaborado denunciando a sus conciudadanos judíos y la que a través de una burocracia completamente jerarquizada los había deportado a los campos de exterminio, sino más bien sólo aquellos elementos degenerados y perversos del régimen de Vichy. Por contraste, a pesar de que una parte muy pequeña de la población había actuado realmente en las acciones de los maquis de la Resistencia, se exageró su volumen e influencia, haciéndola aparecer como el verdadero y masivo estandarte de la verdadera Francia. Italia, fue un caso parecido y la población civil pudo eludir completamente una responsabilidad colectiva escudándose tras los partisani. Holanda y Noruega también inflaron el lugar desempeñado por la resistencia para ocultar la vergüenza de la participación de decenas de miles de sus ciudadanos en la SS y la Wermacht.
En el segundo caso, los procesos judiciales dentro de Alemania occidental se iniciaron con los Tribunales de Nüremberg, que juzgaron a la cúpula nazi entre octubre de 1945 y octubre de 1946. Con posterioridad, los tribunales se trasladaron a distintas regiones de Alemania Occidental, Polonia y Francia, donde los crímenes habían sido cometidos. En Alemania propiamente tal, los procesos arrojaron la suma de más de 5.000 condenados por crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad, de los que fueron sentenciados a muerte menos de 800 y realmente ejecutados 486. Entre los principales logros de estos procesos debe apuntarse el nacimiento de la categoría de “Crímenes contra la Humanidad”, que fueron caracterizados como los cometidos de modo inexcusable sin la justificación de las acciones bélicas, dado que eran cometidos fundamentalmente contra no combatientes, población civil completamente indefensa y por medio de agentes que contaban con el total apoyo de una fuerza beligerante. Debido a estos rasgos especiales, se estableció que por su naturaleza especialmente injustificable, estos crímenes adquirían la categoría de imprescriptibles, es decir, que los victimarios no podían acogerse a ninguna medida de auto-amnistía establecida por sus gobiernos durante o con posterioridad a los hechos. Por último, los juristas consideraron que ante este tipo de crímenes, cometidos individualmente con propósitos ideológicos o estatales, aunque podía establecerse una jerarquía de responsabilidad, no se podía aducir ausencia de responsabilidad alegando el simple cumplimiento de una orden. Desde este punto de vista y, a pesar de todas sus limitaciones, se puede considerar a los Tribunales para Crímenes contra la Humanidad desarrollados entre 1945 y 1948 como precedentes fundacionales de la actual jurisprudencia sobre Derechos Humanos.
Sin embargo, estos procesos fueron mal vistos por la mayoría de los alemanes occidentales. La participación en ellos de fiscales y jueces soviéticos que habían estado comprometidos con las purgas y masacres de la década de 1930 en la Unión Soviética les restó legitimidad ante los ojos de los alemanes, quienes ironizaban diciendo que los crímenes eran justificables y perdonables cuando los que los cometían eran otros gobiernos. Por otro lado, los juicios tendían a reproducir un Síndrome de Vichy en Alemania, en la medida que concentraban artificialmente toda la responsabilidad en Hitler y los jerarcas nazis, liberando de culpa a todo el resto de la población. Desde ese punto de vista, los limitados alcances cuantitativos de los procesos, permitían no sólo que los alemanes los vieran como la “justicia de los vencedores” -e incluso, como la “venganza de los ocupantes”- sino además, les permitían victimizarse y bloqueaba toda posibilidad de reconocimiento de culpa, arrepentimiento y un compromiso por reparar el daño realizado. A tal punto se daba esta dislocación entre realidad y memoria, que cuando se constató la persistencia de escasez de alimentos y vestuario entre la población en 1946, el Consejo de Regiones (Landerrat) de Alemania Occidental recomendó que “se redujeran las raciones de comida para las personas desplazadas” entre las que se hallaban los sobrevivientes de los campos de exterminio. Ante esto, “El general Lucius Clay, se limitó a responder con un recordatorio de que la comida en cuestión era suministrada por otras naciones europeas, víctimas de la agresión alemana” (Judt, 2005: 97).
Ante esta actitud generalizada en la población alemana, sólo cabía impulsar con mayor fuerza los procesos de desnazificación, reeducación, judicialización de los principales victimarios y, lo más importante, presionar a que el Gobierno Alemán de Postguerra elaborara un Informe Oficial que diera cuenta de la responsabilidad colectiva y brindara un relato gubernamental que estableciera de modo indesmentible la naturaleza y la magnitud de los crímenes contra la humanidad. Era urgente, que las autoridades de ocupación exigieran que la administración y la burocracia alemana establecieran –a partir de sus propios colaboradores y con cierto grado de autonomía- una verdad histórica sobre lo ocurrido, que impidiera que su población se hallara absolutamente a tientas sobre este problema y que propiciara acciones colectivas de restauración de la dignidad del país.
Sin embargo, este paso se enfrentaba a descomunales barreras. La restauración de la administración pública y de los servicios básicos (educación, salud, policía) requería personal cualificado, profesional y competente y la mayor parte de los funcionarios de carrera sobrevivientes habían participado activamente en las actividades del partido nazi. De tal modo, la única forma de poner en marcha el país sin importar masivamente decenas de miles de funcionarios públicos era detener los procesos de judicialización, algo que por lo demás, también se habían visto obligados a hacer los propios soviéticos, que terminaron enrolando masivamente a este personal. Lo mismo ocurría con los empresarios del sector privado, sin los que era completamente irrealizable levantar la actividad productiva del país. Por último, las mismas administraciones que habían asumido las tareas provisionales de autogobierno contaban con numerosas personas de reconocido pasado nazi, cuya permanencia era vital para darle un mínimo de gobernabilidad al país. Ya en mayo de 1946, el futuro canciller de Alemania, Konrad Adenauer –que tenía antecedentes limpios de toda lealtad con los nazis- insistía en que si se profundizaban los procesos de reeducación, desnazificación y judicialización no sería extraño que resurgieran los brotes de nacionalismo y los esfuerzos en pos del arrepentimiento serían vanos. Simplemente, no se podía prescindir de los alemanes involucrados con los nazis, pues formaban la mayor parte del país. En consecuencia, las fuerzas de ocupación no sólo no podían profundizar los procesos judiciales existentes y extenderlos a un mayor universo de implicados, sino que además debían detener y terminar los ya existentes, procurando que el número final de condenados a presidio y a muerte fuera mucho más modesto de lo que originalmente se había pensado. Así se dio paso a una amnistía masiva para la gran mayoría de los involucrados en procesos activos y además se estableció que nunca más estas personas podrían ser citadas a tribunales. La desnazificación fue revertida con la recontratación de decenas de miles de funcionarios vinculados al régimen hitleriano, la reeducación fue interrumpida con la reducción de documentales y noticieros sobre el Holocausto, la judicialización llegó abruptamente a su fin y se esfumaron completamente las perspectivas de que se estableciera una verdad histórica que medianamente interpretara al menos parcialmente a todos los alemanes sobre los crímenes de la humanidad. Esto permitió que en su primera alocución oficial al parlamento de la RFA el 20 de septiembre de 1949, Konrad Adenauer dijera “El Gobierno de la República Federal, en la creencia de que muchos han expiado subjetivamente una culpa que no era tan grande, está decidido, siempre que resulte aceptable hacerlo, a dejar atrás el pasado” (Judt, 2005: 103).
Las consecuencias de esta decisión fueron determinantes para impedir un autoreconocimiento colectivo de la culpa. Si bien, pareció ser la única solución para enfrentar la situación, dio la razón a todos aquellos alemanes que habían alegado reiteradamente que ni los procesos judiciales, la reeducación ni la desnazificación tenían justificación. Pero si aparentemente eso daría tranquilidad a la mayor parte de la población, en los hechos no fue así y sólo pospuso la identificación de los principales lastres mentales heredados por la guerra. Los profesores de Historia detuvieron las materias en el II Reich, mientras que los padres guardaron un pasmoso silencio de su participación en la sociedad nazi. Esto es lo que explica el autoritarismo campante y el conflicto latente entre padres e hijos hacia 1967. A esto se sumó la sensación de que si los alemanes guardaban cierto resentimiento hacia Hitler, no era por el daño que los había llevado a causar en otros pueblos, sino más bien por haberlos hecho sufrir a ellos mismos. Por eso mismo, “para muchos germanos de esos años, tomar como blanco a los judíos no había sido tanto el principal crimen de Hitler como su mayor error: en una encuesta de 1952, casi dos de cada cinco adultos de la República Federal no dudaron en indicar a los encuestadores que pensaban que era ‘mejor’ para Alemania no tener judíos en su territorio. Hacia 1950, al visitar Alemania, Hannah Arendt decía “Por todas partes se percibe la falta de reacción ante lo ocurrido, pero es difícil precisar si esto se debe al rechazo internacional a hacer duelo o si expresa una auténtica incapacidad emocional” (Judt, 2005: 1154).
El efecto a largo plazo de esta combinación de silencio y ausencia de arrepentimiento por una culpa colectiva se trasladó a la calle y al plano de las representaciones historiográficas. A fines de la década de 1950 e inicios de la de 1960 una oleada de vandalismo antisemita impulsó a reestudiar el período 1939-1945 –incluyendo el exterminio de los judíos- , a hacerlo obligatorio en colegios e institutos y a que en la propia Alemania se abrieran procesos de investigación contra participantes en los Eisantzgruppen y se prolongara el período de veinte años que el Estatuto de Limitaciones de la República Federal había dictado para la prescripción del delito de asesinato. Del mismo modo, los hechos de mayo de 1968 alentaron a los jóvenes alemanes a enfrentar a sus padres, aunque también eso les llevó en gran medida a romper sus vínculos familiares. Así y todo, aún se notaba en una parte importante de los alemanes una escasa disposición a reconocer la culpa colectiva y “aunque el número de alemanes occidentales que pensaba que Hitler había sido uno de los más grandes hombres de estado alemanes ‘si no hubiera sido por la guerra’ pasó del 48 al 32 por ciento entre 1955 y 1967, esa cifra (por mucho que estuviera compuesta mayoritariamente por personas mayores) no era nada tranquilizadora” (Judt, 2005: 1156).
Hubo que esperar a que nuevos hechos –como la Guerra de los Seis Días de 1967, la postración del canciller Brandt ante el Monumento al Gueto de Varsovia, el asesinato de los atletas israelíes en Munich en 1972 y la emisión en 1979 de la miniserie de televisión Holocausto, que coincidió con el juicio a ex guardias del campo de exterminio de Majdanek- terminaran con la derogación definitiva del Estatuto de Limitaciones en caso de asesinato, Sólo allí, el número de escolares alemanes que visitaba los campos de exterminio se hizo realmente importante.
Sin embargo, el llamado “Debate entre los Historiadores” en 1986, vino a poner sobre el tapete las causas profundas que obstaculizaban la construcción de una memoria común sobre la Shoa y todos los crímenes de guerra. Básicamente, se trató de un debate entre el historiador Ernst Nolte y el filósofo Jürgen Habermas, pero en él intervinieron al menos 15 prestigiados historiadores alemanes . El debate tuvo varias ramificaciones, pero en su núcleo la discusión se concentró en “si la comparación de los crímenes nazis con otros fenómenos genocidas modernos (en particular los Gulags de Stalin- tendían a relativizar, normalizar, e incluso a ‘licuar’ Auschwitz para poder hacerlo desaparecer en un contexto histórico más amplio y dejarlo fuera de la acción consciente. En la medida en que este efecto de desvanecimiento fuera exitoso quedaría mitigado u obliterado el trauma causado por la Shoah, y se obviaría la necesidad de explicarlo y de lamentarse por las víctimas del Holocausto; en realidad se negaría esta necesidad y se cerraría la posibilidad del duelo. Y se centraría en que los alemanes también fueron víctimas. Así se podría buscar una identidad positiva sin elaborar las diferentes implicaciones de los miembros de la nación en los acontecimientos y después de la Shoah” (LaCapra, 2008: 66).
No corresponde examinar aquí los pormenores del debate -para lo que se requeriría mucho más tiempo y espacio- sino más bien indicar que un debate de estas características se situaba en un contexto con dos rasgos principales: 1) por un lado, ante la ausencia de una verdad histórica oficialmente establecida, proliferaron relatos dispersos y muy heterogéneos, imposibles de converger hacia una historia integradora que identificara a la mayor parte de los alemanes y, 2) tales relatos se destacaron por ser parciales y se acercan más a la categoría de memorias fragmentadas y en conflicto que a una verdadera lectura histórica común para los alemanes. En cuanto a lo primero, el debate acerca de la validez ética del empate histórico propuesto por Nolte, sólo es explicable en un contexto donde podían percibirse dos lecturas extremadamente polares: por un lado, la lectura “negacionista” del Holocausto, comandada por autores como Richard Verrall, A. R. Butz y David Irving (Verral, 1974; Butz, 2003; Irving, 1977), y por el otro, la lectura de “culpa extrema” de David Goldhagen (Goldhagen, 1998), en la que las barbaridades cometidas por los alemanes no sólo hacían imposible concentrar las responsabilidades en la cúpula nazi, sino además hacían innecesario establecer una jerarquía en la gravedad de las responsabilidades. Es hasta cierto punto natural, que en un contexto de naturaleza bipolar, surgieran incentivos suficientes como para una propuesta de empate histórico como la formulada por Nolte.
En cuanto a lo segundo, es difícil catalogar estas lecturas extremas como manifestaciones de un ejercicio profesional del oficio del historiador y más bien habría que entenderlas como chispazos de memoria en permanente conflicto entre sí. Para acercarnos a este problema, un enfoque psicoanalítico, como el propuesto por Dominique LaCapra (LaCapra, 2008) resulta de suma utilidad. Para este autor, como para la gran mayoría de los que ha abordado el problema de la conciencia colectiva de los alemanes, su participación masiva en los hechos que culminaron con el exterminio de 6 millones de judíos y más de 20 millones de europeos del este, configuró un cuadro de trauma colectivo, compuesto por la violencia ejercida y la transmisión de ese cuadro de schock a gran parte de su población civil. Todo ello fue agudizado con la derrota militar y las acciones de venganza sobre la población civil por parte de las tropas soviéticas y los masivos bombardeos de saturación, que al destruir ciudades completas como Colonia, Hamburgo, Dresden y Nuremberg acabaron con la vida de 600.000 alemanes. En circunstancias como éstas, la población alemana habría quedado en una situación de severo trauma colectivo, en el que la memoria primaria –la que tuvo contacto directo con los acontecimientos- fue negada y reprimida (lapsus) y por lo tanto, de ella sólo quedaron algunas marcas o efectos. En tales circunstancias, la única posibilidad de recordar era a través de la memoria secundaria, aquella que es el resultado de un trabajo crítico de ordenamiento de los retazos de la memoria primaria, que queda a cargo de un analista o un historiador.
Cuando el daño colectivo no es tan severo, se puede confiar en que el gremio de los historiadores sea capaz de reconstruir el trauma subyacente a esa memoria secundaria y, a partir de ella, establecer un relato interpretativo que explique lo ocurrido, intentando comprender el conjunto de los problemas dominantes y estableciendo las condiciones básicas para vivir un duelo colectivo. De ahí viene un reconocimiento de la culpa, un acto de arrepentimiento sincero y finalmente, una actitud de contrición, es decir, el ferviente deseo de reparar el daño realizado y hacer lo necesario para que nunca se repita. No obstante, en una sociedad dividida por fuerzas ocupantes y donde el entorno institucional proporcionaba incentivos para callar, los propios historiadores fueron arrastrados a una visión solapada sostenida por el conjunto de la sociedad, que se distinguió por ser maniquea y bipolar. En tales condiciones, la represión del acto habría llevado al menos a 3 conductas enfermas que revelan que lo reprimido vuelve inevitablemente, pero de modo desfigurado: 1) la tendencia reiterada a revivir, repetir o “pasar al acto” las escenas traumáticas del pasado, lo que podría vincularse con el hecho de producir un “exceso” o “saturación” de la memoria, el peligro de producir una especie de “fijación” o adicción con la memoria, 2) una propensión permanente a la transferencia, es decir, a la fuerte identificación y compromiso emocional con los testigos (victimarios y víctimas), acompañada de una inclinación a pasar al acto una respuesta afectiva hacia ellos y, 3) el peligro de creer que los retazos recogidos de la memoria conforman una verdadera historia de lo que ocurrió. De todo esto, quizás lo más peligroso fue lo último, puesto que al confundir memoria con historia, que en verdad son conceptos suplementarios e interactúan recíprocamente, se incurrió en el error de pensar que las emociones y los impulsos categorizados por la memoria constituían un fondo ético para la acción, cuando a lo más sólo formaban parte de una multitud de miradas fragmentarias que requerían ser contrapuestas y confrontadas entre sí a través de una distancia crítica, para arribar a una verdad histórica que iría más allá de legítimas visiones particulares. En ese sentido, se cumpliría aquello de que “la historia al menos tiene dos funciones: la adjudicación de exigencias de verdad y la transmisión de recuerdos puestos críticamente a prueba” (LaCapra, 2008: 34).
Con una metodología de este tipo se podría distinguir que “la banalidad del mal puede aplicarse las personalidades de los victimarios individuales, pero no a los hechos inimaginables que cometieron esos mediocres”. Del mismo modo, si se sigue la idea de Freud en cuanto a que el trauma es consecuencia de la imposibilidad de sentir angustia, se podría decir que “Uno de los propósitos de estudiar la historia, sobre todo la de un caso límite, es generar angustia en dosis tolerables y no paranoicas de manera de ponernos en mejor posición para evitar o contrarrestar repeticiones mortales”. Así, el historiador debe estar consciente del peligro de transferencia y de pasar al acto, para “elaborar una posición compleja que no se limite simplemente a identificarse con la de uno u otro participante. Aunque esté consciente de la necesidad de honrar a quien resistió y escuchar atentamente y con respeto la posición de la víctima (o las múltiples y variadas posiciones de las víctimas), así como apreciar las complejidades incorporadas por lo que Primo Levi llamaba la zona gris de relaciones inducidas por la política nazi de tratar de convertir a su víctimas en cómplices, el historiador debe intentar preparar el camino para poder superar el entero complejo de relaciones definidas por el entramado trágico: victimario-colaboracionista-víctima-seguidor-resistente” (LaCapra, 2005: 49 y 57)
Pero para que los historiadores pudieran cumplir con este desafío se requería que el Estado Alemán convocara a la acción de establecer lo que Habermas –claro vencedor del debate entre los historiadores de 1986- llamó una clase de “memoria pública”, que “no es puramente individual ni está contenida en una ‘esfera privada’”, sino más bien es “un prerrequisito de todo proceso de duelo y elaboración de trauma colectivos”. En vez de un nacionalismo particularista, Habermas llamaba a una “identidad postconvencional” que se base en normas universales y en un patriotismo constitucional”, mediante una “apropiación crítica que validaría las tradiciones que ‘representan la mirada precavida que aprendió de la catástrofe moral” (LaCapra, 2005: 80). Por supuesto, esto tampoco aludía a la solución de compromiso, en que a los relatos traumáticos se les recubre de vestiduras artificialmente armonizadoras , por medio de las cuales “los involucrados pueden permanecer indiferentes a la persecución, al genocidio, o conseguir de algún modo vivir con ellos”.
La ausencia de una verdad histórica oficialmente establecida por el Estado Alemán impidió por más de medio siglo que el gremio de los historiadores percibiera adecuadamente estos desafíos y lograra resolverlos en su momento. Por consiguiente, sin un trabajo compartido de elaboración y reelaboración crítica de la memoria no fue posible reconocer la magnitud y los diversos grados de la culpa colectiva y la existencia omnipotente de un trauma más histórico –en el sentido de vinculado a un hecho específico- que individualmente existencial, el duelo no pudo ser realizado y los alemanes se vieron arrastrados a un ciclo prometeico de adicción a la memoria pero también de conflicto indisoluble de memorias. Sin duelo, no existió la posibilidad de “enfrentar el trauma y lograr una nueva investidura o ‘recatexia’ de la vida, que permitiera volver a empezar” (LaCapra, 2005: 67).
A modo de epílogo: nuevas condiciones y posibilidad de perdonarse
La caída del Muro de Berlín, la reunificación alemana y el fin de la Guerra Fría a partir de 1989 dieron por fin a los alemanes la oportunidad de enfrentar su trauma, aceptar la culpa, vivir el duelo, realizar fuertes medidas de contrición y, por fin, perdonarse a sí mismos.
Si hasta 1989 les fue negada la posibilidad de elaborar su memoria y vivir su duelo, ya desde antes venían realizando esfuerzos importantes por reconciliarse con su pasado. Así se explica el Tratado de Reparaciones firmado por Konrad Adenauer con Israel en la década de 1950 y que el libro de bolsillo más difundido en toda la historia de Alemania hasta 1960 fuera el “Diario de Ana Frank”. Pero la caída del Muro y la reunificación barrieron con los principales diques mentales que habían contenido la necesidad de reconocer la culpa colectiva. En ausencia de un rol estratégico en el corazón de Europa y con una OTAN que lentamente empezó a desplazarse hacia el este, por primera vez desde el fin de la 2daGM, los alemanes no fueron presionados a nada, pudieron restablecer su unidad territorial y su identidad nacional y, especialmente, sus nuevas generaciones ya no le debieron una lealtad comprometida a las generaciones anteriores. De se modo, se explica que a fines de la década de 1990 Berlín haya impulsado la construcción de un Memorial del Holocausto, cerca de la Puerta de Branderburgo, y que en palabras del escritor Peter Schneider, los alemanes se hayan entregado “a una especie de odio hacia ellos mismos bañado de superioridad moral”, aunque ello no podía durar indefinidamente. “Pedir a cada nueva generación de alemanes que viviera para siempre a la sombra de Hitler, exigirle que asumiera la responsabilidad del recuerdo de la singular culpa alemana y convertir ésta en la única medida de su identidad nacional, era lo mínimo que se le podía pedir, pero era esperar demasiado” (Judt, 2005: 1158).
Por eso, cuando a los alumnos alemanes de secundaria en el film “La Ola” (Dennis Gansel, 2009) se les propone abordar el tema de la autocracia y deben definir una dictadura, se dan las siguientes respuestas: “-¡No, no empecemos!, -¡Otra vez no!...-¡Los nazis eran una mierda!... -¡Eso no volverá a ocurrir aquí… -¡No podemos sentirnos culpables por algo que no hemos hecho!.
Pero por otra parte, el fantasma del racismo y la xenofobia no va a desaparecer. La reunificación ha supuesto una difícil incorporación de los jóvenes alemanes del Este a una cultura esencialmente democrática y en la que el bienestar material se deriva de los esfuerzos personales. Debido al tipo de educación que se les brindaba, les cuesta mucho insertarse en un mercado laboral en que el rol de la tecnología es central en los procesos productivos, sienten un trato condescendiente y paternalista por parte de su congéneres occidentales y ven con desesperación como aquellos puestos de trabajo poco cualificados que pensaban ocupar son tomados por trabajadores inmigrantes. Su frustración y resentimiento han evolucionado en violencia hacia los extranjeros y, como en la Alemania del Este hubo una reflexión aún menor sobre los crímenes contra la humanidad, muchos de ellos se han volcado hacia consignas neonazis, que han prendido con inusitada fuerza y que ya se han cobrado numerosas víctimas en ataques a inmigrantes.
De estas últimas reflexiones afloran dos opiniones que nos llevan a ver el presente y el futuro con más optimismo, pero también con cautela:
“Otro muchacho, también llamado Jan”…dice Gitta Sereny en 2001… “comentó que su abuelo tiene una opinión distinta al respecto. “Dice que debemos reflexionar más acerca de los nazis, y no menos, que todos los aspectos negativos presentes en la actualidad en el sentir y el pensar de los alemanes tienen sus orígenes en la filosofía nazi. Opina que apenas existen diferencias entre los sentimientos nazis hacia los “Fremdarbeiter” [‘trabajadores extranjeros’] y la disposición actual hacia los “Gastarbeiter” [‘trabajadores invitados’]; que ambas reacciones son condescendientes, xenófobas y erróneas” (p. 375).
Por otro lado, refiriéndose a una estancia en Inglaterra, una chica llamada Anna decía: “No es que no sean amables con nosotros. Pero en la televisión siempre están emitiendo esas viejas películas sobre los nazis, casi todas las noches. Inglaterra es el único lugar en el que me sentí avergonzada de ser alemana. Pero tampoco puedo culpar a los ingleses de identificar todo lo alemán con los nazis, teniendo en cuenta que es lo que ven continuamente en televisión. Debía cuidar a unos niños pequeños y, aunque todo el mundo fue muy amable conmigo, los chicos de más edad utilizaban las palabras “huna” y “nazi” para dirigirse a mí cuando les reñía por portarse mal” (376).
Finalmente, aunque las experiencias son muy distantes en el tiempo, en la gravedad y en los contenidos propios, la experiencia alemana proporciona importantes inputs a la reflexión sobre el grado de aprendizaje colectivo realizado en Chile a raíz de las graves violaciones a los Derechos Humanos en su pasado aún reciente.
Porque si de algo sirve conocer la larga y oscilante evolución del trauma colectivo alemán es para valorar la responsabilidad fundamental que asumió el Estado chileno –una vez recuperada la Democracia- en restituir las condiciones básicas de la convivencia a través de la construcción de una verdad histórica oficial. Independiente de que en muchos aspectos el llamado Informe Rettig de 1991 puede ser considerado insatisfactorio –especialmente desde el punto de vista de una contextualización histórica previa a los hechos que llevaron al quiebre de la Democracia en Chilees indudable que estableció un fundamental marco de referencia en torno al que era imposible que los victimarios eludieran su responsabilidad y las víctimas no fueran reconocidas como tales. Por cierto, algunos sectores pudieron persistir en un afán negacionista, pero el establecimiento de esta verdad histórica oficial desencadenó un alud de consecuencias que aunque no culmina del todo, podría decirse que ya ha cumplido con sus objetivos esenciales.
El pasado adquirió cierta consistencia de realidad. Lentamente, en la medida que la culpa fue afluyendo a través de quiebres internos y asedios externos, aún los mismos comprometidos en un pacto de silencio hasta las últimas consecuencias fueron dividiéndose y acusándose mutuamente. Emergió algo de arrepentimiento, aunque sólo en algunos ejecutores directos y en las instituciones como cuerpo y no en los que tomaron las decisiones. Por otro lado, los familiares de las víctimas pudieron sentir que la sociedad no los rechazaba como inoportunos sino que se hacía cargo de su dolor, instrumentando medidas de reparación. A pesar de los avances, sin duda, el proceso estaba relativamente estancado hacia fines de 1998, pero la repentina detención del principal responsable en Londres en octubre de ese año, reactivó el debate interno y vigorizó los procesos de justicia y reparación. Posteriormente, el año 2003 y a raíz del cumplimiento de 30 años de los hechos, los medios de comunicación promovieron un intenso debate acerca del Golpe de Estado, en algunos casos, acusando una solapada preocupación autoredentora ante el silencio guardado hasta entonces. Poca duda cabe de que al no ser no toda la sociedad responsable de los crímenes más extremos, eso facilitó las cosas. La culpa y el sufrimiento pudieron ser vividos como duelo. En síntesis, la labor fundamental llevada a cabo desde el Estado y que no ha sido revertida hasta hoy, ha arrojado sus frutos. No es extraño, desde ese punto de vista, que la estrategia de priorizar el establecimiento de una verdad histórica y postergar juicios apresurados –a la inversa de lo que sucedió en otros países de la región- haya probado ser más efectiva, tanto en los logros a mediano plazo como en los de largo plazo. No es extraño tampoco que ese ejercicio aparentemente fútil de establecer una verdad histórica oficial se haya convertido en modelo de restablecimiento de la convivencia en lugares tan distantes como en Sudáfrica, Bosnia o Ruanda, donde el funcionamiento de los tribunales también ha sucedido –y no precedido- la instalación de un relato oficial de los hechos.
Pero si bien los poderes públicos –incluyendo el Poder Judicial- han cumplido con sus deberes y han restaurado su honor y dignidad, la experiencia alemana aún nos denuncia que estamos muy lejos como país de arribar a una explicación integrada de lo que sucedió; algo que sólo puede brotar de la reflexión de historiadores y otros intelectuales. Aún los retazos recogidos de la memoria secundaria son más relevantes que una verdadera y sincera preocupación por explicar lo que ocurrió. Aún esas miradas fragmentarias –en algunos casos disfrazadas de visiones colectivas- no son contrastadas ni contrapuestas entre sí a través de una distancia crítica. Aún no surge un conjunto de relatos integradores que combinen en dosis tolerables y no paranoicas una mínima angustia con una máxima precaución por no someterse a la reiteración continua. Aún oscilamos entre un conveniente olvido y una fijación con la memoria. De todo ello, quizás lo más importante es que –ya aclarados los crímenes más espantosos y sus responsables directos- la sociedad no se ha hecho una introspección profunda acerca de las responsabilidades, que siendo de menor grado, todos los actores civiles comparten. Está claro lo que hicieron los mandos militares, pero ello no debe ocultar lo que le toca a cada grupo por acción u omisión.
Sin duda, no es poco el que nuestros jóvenes no tengan que cargar de ningún modo con la culpa de los padres. Pero nuestra sociedad también requiere que esos jóvenes valoricen responsablemente lo que significan los derechos y los deberes que se desprenden de la democracia y no vuelvan a repetir los errores. En eso, y a pesar de la tardanza, quizás el aprendizaje de la sociedad alemana aún nos lleva la delantera.
Referencias bibliográficas
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Centro de Estudios Judaicos – U. de Chile
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