No hay palabras para expresar la oscuridad y la desolación de Auschwitz. He leído mucho acerca de la Shoah, he visto muchas películas y documentales y tuve el privilegio excepcional de hablar con sobrevivientes y educadores. Pensaba que estaba listo para la visita, pero ahora me doy cuenta de que ni lo estaba ni podría haberlo estado, porque la imaginación nos prepara relacionando lo que estamos por enfrentar con alguna experiencia anterior.
Sin embargo, nunca antes me había encontrado frente a una montaña de cabellos humanos. Nunca había tocado las paredes de las cámaras de gas que seres humanos habían arañado, presos del terror y la desesperación. Nunca había visto en el lugar de ejecución una enorme pila de zapatos de miles de niños que caminaron, uno por uno, hacia su horrible fin. Nunca había tenido ante mis ojos, como entonces, la maleta de una criatura de tres años, una huérfana que fue a la muerte sin madre ni padre que la confortaran.
Lo que observé en el campo de exterminio fue una terrible denuncia, no solo de la absoluta maldad de los perpetradores, sino también de la ceguera moral de aquellos que se desentendieron. Tengo ahora una nueva comprensión de la importancia de la memoria y de que la distancia que nos separa del Holocausto, tanto en el tiempo como en el espacio, no amengua sino que aumenta nuestra obligación de recordar y resistir. Además, he aprendido una lección todavía más profunda. Aun cuando caminaba por el Valle de las Sombras de la Muerte, el pueblo judío estaba decidido a continuar siendo una luz para las naciones. Los prisioneros de Auschwitz no dejaron de orar, ni de observar las festividades, ni de cumplir con las mitzvot (preceptos). Compartieron el poco pan que tenían, dividiendo la nada al infinito hasta donde les fue posible. Lo sucedido en Auschwitz es una historia tanto de coraje como de crueldad, que muestra cómo un pueblo puede conservar la capacidad de seguir siendo humano aun en lugares inhumanos. Vienen a mi memoria las palabras del rabino que no había estado jamás en un campo, y a quien le preguntaron por qué había hecho tanto por la educación del Holocausto, no siendo él mismo un sobreviviente. Respondió que sí era un sobreviviente, que todos lo somos, no solo los judíos sino también la humanidad entera, por haber encontrado la esperanza de poder sobreponernos a nuestra hora más oscura. A esto se refería ElieWiesel cuando expresó: “Porque recuerdo, desespero, pero porque recuerdo, tengo el deber de superar la desesperanza”.
Por estas razones, en el Día del Recuerdo del Holocausto y en Yom Hashoah (el Día del Holocausto y el Heroismo), no debemos olvidar y, sobre todo, necesitamos perpetuar la memoria de aquellos que no sobrevivieron, enseñando a nuestros niños que ellos nacieron dotados de libre albedrío. Es esta facultad de escoger la que contiene dentro de sí no solo el poder de cometer atrocidades, sino también el de ser justos. Esto es lo que los nazis trataron de destruir, pero es lo que diferencia a la especie humana de todas las otras criaturas. Por ello, la verdadera lección que recibí de Auschwitz es simple y es profundamente judía: honramos a los muertos celebrando la vida y derrotamos al odio eligiendo la esperanza.