Domingo a jueves: 9:00 - 17:00.
Viernes y vísperas de fiestas: 9:00 - 14:00.
Yad Vashem está cerrado los sábados y días festivos judíos.
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Según estudios psicológicos, una situación traumática vivida por un niño de 13 años o menor, no es tomada como tal, sino que representa una experiencia de vida, la cual, en muchos casos, es difícil de comprender. Es por eso que el individuo genera situaciones que le ayudan a transformar esa vivencia para poder observarla, sentirla y comprenderla desde lo más profundo.
Generalmente, las personas podemos agruparnos por diferentes categorías que nos asemejan en un millón de circunstancias. Cualquier niño de 12 años, se encuentre donde se encuentre, tendrá similitudes con niños de su misma edad, a pesar de no compartir ni siquiera el espacio físico. Cumplir con la escuela, los amigos, los primeros amores, la etapa de transición de la niñez a la juventud, etc.; y más si acotamos esta pequeña búsqueda a un niño de 12 años que nació y se crió en el seno de una familia judía ortodoxa; su proximidad al bar- mitzva, su cumplimiento de las mitzvot, su relación con la religión, la comunidad, etc.
Todas estas características podrían ser aplicadas en infinitos casos, pero hubo un período que fue la excepción a la regla. Para Alberto Neuwirth, haber sido un niño de 12 años en la Hungría de 1944, le permitió decir que todas estas características enumeradas anteriormente no se aplicaran en casi ninguna situación de su vida en aquel momento.
Alberto fue el primogénito de una familia judía observante y se convirtió en el «hombre de la casa» cuando los nazis entraron a Budapest en marzo de 1944. Su padre, quien tenía un almacén en la ciudad capital, había viajado a Chile con su hermano, a fin de abrir un mini mercado kasher y trasladar a la familia de la Europa en guerra a América Latina, donde todo indicaba que tendría un futuro mejor.
Sin embargo, la idea quedó sólo en boceto. La inminente derrota del ejército alemán sobre el húngaro, permitió que las tropas nazis entraran en Hungría e implementaran un rápido proceso de exterminio sobre los más de 800 mil judíos residentes en dicho país. Esta era la tercera comunidad más grande de Europa y la última en recibir la barbarie nazi. El gobierno húngaro, fiel al régimen hitleriano y antijudío desde antes de estallada la guerra, permitió que las tropas nazis entraran en el país e implementaran un rápido proceso de exterminio.
A pesar de las noticias de que el fin de la guerra se avecinaba, los judíos de Hungría corrieron la misma suerte que el resto de las comunidades de Europa. Comenzaron con la prohibición de tener radios; y siguieron con la obligación de portar el Maguén David amarillo en todas sus vestimentas. En menos de 4 días se levantó el gueto de Budapest en medio del barrio judío de la ciudad, donde vivían Alberto y su familia.
Fue así que a los 12 años, el niño tuvo que enfrentarse a las más crudas realidades de la vida; el hambre, el odio, la enfermedad y la muerte. Durante su estadía en el gueto, Alberto guardó en su memoria situaciones y acontecimientos que sólo pudo entender muchos años después, cuando decidió investigar y aprender sobre la Shoá y, así, tratar de darle un sentido a lo que le había ocurrido en esos últimos meses de la maquinaría nazi.
Siendo uno de los sobrevientes más jóvenes, entendió su misión de trasmitir el mensaje, y contar lo que allí realmente había ocurrido. Ya adulto, cuando pudo tratar de “digerir” esa tremenda y amarga experiencia, logró materializar su misión. No obstante, en un comienzo su cabeza se negaba a asumir la realidad de los hechos, los años y las relaciones, como así también las historias en común de otros sobrevivientes y las mentiras de quienes, aún hoy, niegan el Holocausto. Esto lo indujo a tomar protagonismo en el tema y así a contar lo que se vivenció en su país natal durante los últimos tiempos de la Segunda Guerra Mundial.
Fue ahí que Alberto entendió que debía plasmar parte de su historia en hechos reales, verídicos y trascendentes. Así comenzó a unir pedazos de su historia con el fin de trasmitirla convencido de que el testimonio de los protagonistas en primera persona sería fundamental para las futuras generaciones y el mejor homenaje a aquellos mártires que murieron en las manos de los asesinos.
Con dedicación, y la compañía de su mujer; Shoshana - una olá jadashá (nueva inmigrante) argentina que conoció cuando viajo de paseó por un mes a Israel volvió a Budapest. Bajo su propia tutela y absolutamente consciente, procedió a reconocer el lugar y recapitular la historia. Alberto logró así, retornar a ese pasado al cual consideraba ajeno, previamente recorriendo un camino entre el recuerdo, la investigación en la biblioteca de Budapest y el retorno a su “hogar”, el cual también lo convirtió en un experto en el tema.
Al aceptarse sobreviviente, comenzó a recordar todo aquello que luego relataría en sus charlas. El hambre, la desolación y la ausencia de su madre, a quien habían encarcelado injustamente acusada de dar asilo a refugiados, formaban parte de su realidad. Con Hungría en medio de ambos ejércitos, los misiles eran pájaros de su cielo y la vida en el refugio también volvió a su conciencia.
En el gueto de Budapest los días se pasaban bajo tierra, con cubetas de agua congelada que bajaban para preverse, sin comida. Los trenes para trasportar animales formaban parte del cruel recordatorio de que cada día podría ser el último. La idea de los nazis era juntar a todos los judíos en un sector para agilizar el traslado a Auschwitz; pero el avance de las tropas rusas imposibilitó la salida en un momento determinado, lo cual llevó a los alemanes a dejar sin provisiones a los residentes con el fin de garantizar su muerte de una forma u otra.
Alberto, recordaba cómo el hambre carcomía sus huesos y volvía desquiciado al más cuerdo. En su cabeza se repetía una y otra vez las imágines de los judíos comiendo carne de caballo muerto por enfermedad, cruda y congelada como único alimento, y los muertos que yacían en el suelo helado.
La muerte era de tal magnitud que se debió implementar un sistema de sepultura con el fin de limpiar las calles y mantener lo más alejado posible el peligro de las enfermedades. El consejo del gueto decidió trasladar los cadáveres, que caían rendidos, a una fosa común en el cementerio que se encontraba al lado de la Gran Sinagoga de Budapest, donde todavía hoy se hayan sepultados hombres sin rostro y sin nombre.
Alberto, fue uno de los niños encargados de llevar a cabo ese traslado. Junto con otros dos, empujaban una carreta a la cual subían los cuerpos tiesos, escuálidos y congelados, para arrojarlos junto a los otros huesos que habían corrido la misma suerte. Los días pasaban y la situación de los judíos empeoraba.
Pero, a pesar de toda la muerte que lo rodeaba, Alberto conservó su mente y alma infantil, y entre esas calles tan cercanas y lejanas a la vez, recordó travesuras que, bajo la total inconsciencia de lo que a su alrededor acontecía, y la inocencia de quien no entiende del odio y las diferencias, había cometido con sus amigos.
A diferencia de muchos otros, Alberto vivió para contar su historia. El momento de la liberación representó un quiebre en su testimonio. Si todo parecía nublado, ese instante quedó grabado con total nitidez en su cabeza. Como siempre, estaban en el sótano refugiándose de los misiles que cruzaban de un lado a otro el cielo gris del gueto, aguardando que bajen sus verdugos para subirlos a los trenes que culminarían con aquel calvario. Pero ese día no fue así.
«Estábamos allí, esperando como siempre, cuando oímos un grito: 'Hay un soldado ruso en las escaleras', y allí no hubo emoción ni alegría, simplemente nos miramos y dijimos 'Se terminó'», contó Alberto hace algún tiempo en una entrevista. Y así fue; los rusos entraron al gueto y se encontraron con un panorama desolador. Alberto, con sus 13 años, pesaba 19 kilos. El resto de sus compañeros de muerte, compartían su misma situación.
Ante esta tragedia, el ejército aliado llenó el gueto de cocinas de campaña donde la comida libre era el menú y también la enfermedad. «La gente estaba tan flaca, y tenía tanta hambre, que comenzó a comer desesperadamente. Eso hizo que muchos se enfermaran y murieran; incluso yo me enfermé», relató a un grupo de estudiantes en el Museo del Holocausto, Yad Vashem.
Seguir viviendo no fue fácil para ninguno de los judíos de Europa. Alberto había sobrevivido junto a su hermana y su abuela, pero había perdido a su madre y al resto de su familia. Sólo le quedaba su padre del cual no sabía nada más que alguna vez había viajado al nuevo continente en busca de una vida mejor para una familia que ya no sabía si existía.
Gracias a la Cruz Roja Internacional, en 1947, Alberto y su hermana Erika se reencontraron con su padre y se trasladaron a Santiago de Chile, dejando en Budapest a su abuela, quien decidió quedarse esperanzada de algún día volver a encontrar a sus hijos, y que falleció pocos años después. Junto a su padre, terminó sus estudios y viajó a Viena, donde en 1959 le ofrecieron visitar Israel. Tras esa aventura retornó a Chile, esta vez acompañado por Shoshana con quien formó una familia.
Con el tiempo, Alberto pudo rellenar los espacios de su historia y continuarla junto a sus tres hijos, Tedi, Oliver y Yonatán; y sus ocho nietos; demostrando que a pesar de la muerte, la vida y la continuidad del pueblo judío prevalece.
Con el ejemplo de otros sobrevivientes, volvió el estudio de la Segunda Guerra Mundial, la historia y el Holocausto, su obsesión, algo sobre lo cual no se permitía aparentar sólo cuando no estaba en familia. Las caminatas diarias, el poder deleitar a su esposa con comidas caseras y estar con sus nietos que eran su motor, le permitieron continuar con la trasmisión de esa época de muerte y horror, una herida aún abierta para el pueblo judío y la comunidad mundial.
El fue un hombre iluminado; alguien que vio la vida en la muerte, y que emocionó con su historia, sabiendo la importancia que tendría su testimonio para las generaciones venideras.
Alberto dijo adiós para siempre hace unos meses en su ciudad de Eilat. Pero todo su legado, su alegría, su pasión y su amor por la vida quedarán eternamente en aquellos que escucharon su testimonio, la historia de un niño de tan sólo 12 años en medio del gueto de Budapest.
Fuentes:
Articulo realizado por Jeanette Blicher – 10 de julio del 2012; se agradece a Oliver y Shoshana Neuwirth, por haber permitido realizar este artículo y haber brindado la información.
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