La casa de Masha es preciosa. Cuadros, plantas, fotografías y adornos llenan de color las paredes, estantes y muebles. Masha se sienta en la mesa frente a una pila de papeles. En ellos lleva anotados los países que participaron en la guerra, seguido del número de judíos que allí fueron asesinados, y de una observación especial: ¿Qué hizo ese país para salvarnos? Y ella sabe que muchas veces la respuesta a esa complicada pregunta es: nada.
Masha nació en Kovno, Lituania, en el seno de una familia judía religiosa. Su papá era uno de los dueños de una tabaquería y su familia disfrutaba de un buen pasar. “En 1918 en Lituania no habían muchos maestros, por eso se le dio la posibilidad a todas las minorías de desarrollarse. Los judíos sacaron periódicos, bibliotecas y colegios donde las materias se dictaban en hebreo”, recuerda Masha con cariño aquellos días en que iba a la escuela religiosa Yavne.
Pero esta época dorada no duro lo suficiente. En 1939 Stalin y Hitler firman el Pacto de no agresión en donde ambos países acordaron no atacarse de ninguna manera y a resolver sus diferencias mediante la negociación. A este, se le unió un protocolo secreto que dividía la Europa oriental en zonas de influencia alemana y soviética. Se acordó la partición de Polonia y se dejó a Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania y la Besarabia en el área de influencia soviética.
“Me gustaba mucho leer, desde joven iba a la biblioteca y sacaba libros en hebreo, hasta que los rusos ocuparon la ciudad y los judíos comunistas cerraron todas la escuelas hebreas, e instalaron el yiddish. Digo judíos porque los no-judíos no sabían la diferencia entre el hebreo y el yiddish – explica Masha – Once meses después, los alemanes rompieron el pacto e invadieron Lituania, los rusos huyeron temerosos y nos dejaron allí”.
Automáticamente encerraron a todos los judíos en un gueto, del cual sólo podían salir los que, como el papá de Masha, tuvieran un permiso para trabajar en las fábricas de las afueras. Ella recuerda los esfuerzos de los judíos Lituanos por sobrevivir, a pesar de las malas condiciones.
“En ese entonces yo tenía 14 años y no fue fácil. A veces cambiábamos nuestra ropa para conseguir comida, nada de lujo, solo pan y papas. También nos organizábamos para cantar canciones tradicionales, hablar hebreo y recordar el pasado. Yo estaba en el grupo de “underground” (partisanos) que se había formado, pero no me enviaban al bosque porque era muy pequeña”.
Durante las Acciones los judíos del gueto de Kovno fueron llevados a diferentes lugares. Masha con su familia fue enviada a un campo en Estonia, su primer campo, el cual recuerda con mucha tristeza sobre todo porque allí fue donde su padre fue asesinado.
“En el gueto la familia vivía toda junta, pero en el campo por un lado estaban los hombres y por el otro las mujeres. A mi papá lo veíamos cada mañana, pero un día no lo vimos y cuando preguntamos, nos dijeron que habían mandado a matar a 15 personas entre las cuales estaba él”.
Su padre fue asesinado a los 43 años y en un momento clave de la historia. “Después de la guerra, hice cuentas y comprendí que a mi padre lo habían matando en el tiempo de Estalingrado”. La batalla de Estalingrado confirmó lo que muchos sospechaban: las fuerzas alemanas no eran lo suficientemente poderosas y Hitler estaba llevando a Alemania al desastre. El acontecimiento significó un punto de inflexión en la guerra, ya que, tras este, las fuerzas alemanas no volvieron a vencer en el Este.
Bajo el píe de los soviéticos, los alemanes no se dieron por vencidos. “Nos llevaron en barco y tren hacía Alemania, para que no seamos liberados”. En el mismo barco viajaban pasajeros traídos desde varios campos de concentración, encerrados cada grupo en un lugar diferente. Durante la semana que duró el viaje, los judíos no recibieron ni comida ni bebida, “solo tomábamos un sorbito de agua que conseguíamos robarles a los alemanes, pero todo con nuestras manos, porque no tenías vasos, ni nada parecido” recuerda con un tono de picardía triunfal en sus ojos.
“Un día un muchacho quiso matarse y salto por la borda, en ese momento los alemanes volvieron y lo sacaron del agua, y le dijeron `tú judío, vas a morir cuando nosotros queramos, no cuando tú quieras´. Ahí nosotros lo empezamos a cuidar, y le explicamos que nosotros no queríamos morir, que queríamos sobrevivir para contar lo que nos pasó y el nos contesto que habían matado a toda su familia y que estaba solo, así que decidimos que íbamos a cuidar de él – relata Masha- Sin esperanza no se puede vivir, y esta esperanza estaba en nosotros aunque no sabíamos cómo. Sabíamos que algún día, dios, un ángel o alguien iba a venir”.
Dios es un personaje aún cuestionado en su actuación durante el Holocausto. La muerte no discrimino entre judíos religiosos y no religiosos. Tampoco le importo si el judío era ateo, o si siquiera se sabía judío. Todo aquel que entrara en las leyes de Nuremberg, debía ser aniquilado. Pero dentro de los judíos la creencia en un ser supremo tuvo importancia.
Durante los años de guerra, la religión sufrió una silenciosa revolución, donde algunos creyentes dejaron de creer, y donde algunos no creyentes comenzaron a rezar. Para la familia de Masha, religiosa desde pre guerra, la creencia en un Dios misericordioso fue una de las fuentes de fuerzas para sobrevivir.
“Una vez alguien dijo, hoy es Iom Kipur (Día del Perdón), y mi mamá, mi hermana y yo decidimos ayunar, aunque todos los días eran como un ayuno, pero no nos importó, mi mamá guardo la sopa de las tres debajo de la cama y la comimos por la noche cuando terminó”.
Durante la Shoá los prisioneros fueron obligados a hacer todo tipo de trabajo, en especial forzado, y de la mano de este venía la comida basada en pan y líquidos símil sopa o café, parte de la rigurosa dieta de menos de 200 calorías que los alemanes habían ideado. Cuando Masha llegó a Bergen Belsen, (campo de concentración en Alemania), con su mamá y su hermana, el trabajo era irregular, al igual que la comida.
“Los días que trabajábamos recibíamos una porción de pan que mi mama nos obligaba a partir y administrar, pero cuando no trabajábamos no recibíamos nada”.
Los trabajos para los judíos fueron pensados en pos de agotar sus energías y de pasó también sacar provecho de su mano de obra esclava. Masha debió levantar paredes de piedras pesadas, y limpiar casas de los ciudadanos que vivían cerca del campo.
“Una vez me enviaron junto con otras 15 jóvenes a una villa, y me dejaron en una casa donde me recibió un hombre con muchos trapos. Allí tendí camas, limpié y ordené; y en un momento abrí un armario, nunca me voy a olvidar, estaba lleno de judaica: talitim, sefer tora, candelabros; y yo no podía dejar de pensar si ese hombre había ayudado a los judíos guardando sus cosas o los había matado”.
A pesar de estar totalmente incomunicados con el mundo exterior y la vida fuera del campo, los prisioneros presentían que algo pasaba.
“Sabíamos que algo se avecinaba, pero no podíamos saber qué. Entonces se nos ocurrió sacar diarios de la basura, pero estaban muy sucios y rotos para poder leerlos. Algunos estaban mojados y los pusimos al fuego para secarlos, pero aún así no pudimos saber nada”.
El fin de la guerra llegó y tomó a los judíos por sorpresa. Los prisioneros apenas tenías fuerza para caminar hasta el baño y las enfermedades, el hambre y el dolor formaban uno de los más tristes paisajes. Los ejércitos Aliados entraron en los campos de concentración y exterminio, donde se encontraron con un panorama desolador. “Entró a nuestra barraca un hombre con un uniforme que no conocíamos. Como los alemanes estaban siempre con diferentes uniformes, nos pareció común. Este hombre nos miró y se puso a llorar- cuenta Masha con la voz entrecortada- Nos miramos y dijimos:
‘este no es un hombre, es un ángel del cielo, ¿Cómo un hombre nos mira y se pone a llorar? ¿Llorando por nosotros?’ nunca me voy a olvidar".
El ejército británico entró a Bergen Belsen el 15 de abril de 1945 y liberó a los sesenta mil prisioneros. Les dio las camas alemanas para que descansen, comida y ropa. La liberación fue un punto y aparte para el mundo entero, pero para Masha fue el comienzo de su nueva vida. “Mi marido era oficial del ejército inglés y como hablaba yiddish y hebreo, lo llevaron para que hiciera de traductor entre los aliados y nosotros. Entro varias veces y poco a poco nos fuimos conociendo” suspira Masha mirando, aún enamora, a su marido que lee el diario en el sillón.
La historia de Masha tiene un final feliz, pero no fue fácil el camino hasta él. Al final de la guerra ella era una joven de 18 años, que al igual que todos los otros prisioneros, había perdido todo, hasta su identidad.
“Cuando mi mamá se terminó de recuperar, me dijo que quería emigrar a México donde tenía a sus hermanas, pero Abraham me dijo que quería que vayamos a Inglaterra para presentarme a sus padres y casarnos”.
Abraham ayudo a Masha a conseguir nuevos papeles y a retomar sus estudios, y tiempo después se casaron. La luna de miel de la joven pareja en México, se extendió durante 17 años, donde Abraham se convirtió en la cabeza de la familia, haciéndose cargo también de la mamá y de la pequeña hermana de su esposa. Luego de tres años de intentos fallidos, Masha logró quedar embarazada de su primer hijo, Sholem, y en 1978 llegaron al lactante Estado de Israel.
Hoy Masha recuerda esos duros momentos acompañada de su esposo, hijos, nietos y bis nietos, de los cuales sus fotos, son el mayor color que tiene su preciosa casa.
Entrevista y articulo realizado por Jeanette Blicher – Mayo-Junio del 2012