Llamar a los acontecimientos que se desarrollaron entre el 9 y 10 de noviembre de 1938 “Noche de los Cristales rotos”, o “Kristallnacht” es una injusticia; es reducir el hecho a una simple acción violenta desatada contra las propiedades judías de todo tipo. No es que no se hayan destrozado millares de cristales de sinagogas, viviendas y negocios judíos, pero eso fue lo visible, lo tangible. El ataque a nivel nacional que se produjo fue mucho más que eso, fue el prolegómeno de terribles tiempos por venir y producto de las circunstancias por las que estaba atravesando Alemania.
Desde el ascenso de Hitler en 1933 la vida de los judíos en Alemania fue transformándose. Poco a poco fueron excluidos de toda actividad productiva, social y política. Les inhibieron la ciudadanía alemana, los eliminaron de todo cargo público y les usurparon sus propiedades a través de un sistema de compra absurda en el programa conocido como “Arización” y en el que los propios nazis compraban propiedades y empresas a precios irrisorios, traspasando así los bienes judíos a sus propias manos o las de empresas aliadas al régimen.
Pero nunca hasta ese momento se había concretado un ataque masivo y organizado de tal magnitud y de tanta violencia. Agresiones a barrios o ciudades, muchas veces... Esto era diferente.
El argumento que intentó justificarlo fue “la indignación de las masas” ante la noticia del asesinato de Ernest Von Ratt, secretario de la embajada alemana en Francia, a manos de un joven judío de 16 años, que se encontraba ilegalmente en París. Definieron el ataque como un “acto espontáneo”, perpetrado por fanáticos del partido y grupos de asalto y no por el hombre común de la calle.
Pero el embate contra las propiedades judías y todo aquello que les pertenecía ya había sido pensado y planificado desde tiempo atrás, si consideramos que durante todo ese año las leyes antijudías se habían incrementado notablemente, y la política de emigración de los judíos no daba los frutos esperados. Hechos de la magnitud del “Anchluss” o la crisis de los sudetes, fue fácilmente conciliado con quienes querían apaciguar las decisiones del Führer. El creciente poder de Hitler, enceguecía a su entorno con el que planeaba las futuras acciones a seguir.
Fue necesaria una única excusa para que se desencadenase una acción masiva de esas características. Y ella llegó de la mano del joven Herschl Grinszpan quien, al recibir una carta de su padre donde le relataba las penurias y la injusticia que él y otros ciudadanos judíos polacos estaban soportando en la frontera, decidió atentar contra el embajador alemán. Se dirigió el 7 de noviembre de 1938 a la embajada alemana en París y disparó contra el primero que encontró. Fue así que el tercer secretario de la embajada, Ernest Von Ratt, recibió las balas de la impotencia que terminaron con su vida. Quizás el joven judío no midió las consecuencias. Quizás pensó que ese acto llamaría la atención del mundo para que esos pobres judíos que se habían convertido en apátridas, pudieran obtener los pasaportes que se les negaban. Quizás ese acto desesperado traería la cordura que parecía desaparecer a cada minuto.
Pero se equivocó. El episodio fue como un bumerang y le dio la oportunidad a la dirigencia nazi, para llevar a cabo sus planes una circunstancia única que no debía desaprovechar.
Reinhard Heydrich dio una orden secreta (una de los tantas que daría), fechada el 10 de noviembre de 1938 a todos los jefes de cuarteles y de puestos de Policía del Estado:
.... “las medidas serán tomadas sólo si no ponen en peligro la vida ni los bienes de los alemanes (por ejemplo, las sinagogas serán incendiadas solamente cuando no haya peligro de transmitir el fuego a los edificio vecinos).
Los negocios y viviendas pertenecientes a judíos serán destruidos pero no saqueados. La policía ha recibido instrucciones para controlar la aplicación de esta orden y arrestar a los saqueadores.
Se cuidará de un modo muy particular que los negocios no –judíos, en las calles comerciales sean totalmente protegidos.
No serán molestados los ciudadanos extranjeros, incluso si son judíos.
La policía no impedirá las manifestaciones, siempre y cuando queden respetadas las líneas directrices detalladas en el párrafo 1.
Al recibir este telegrama, la policía confiscará todos los archivos que pueda encontrar en las diversas sinagogas y oficinas de las comunidades judías, impidiendo así su destrucción durante las manifestaciones...”
“...Tan pronto como los acontecimientos de la noche permitan desmovilizar a los funcionarios solicitados, se procederá al arresto de tantos judíos – especialmente ricos- como puedan ser instalados en las prisiones existentes. Por el momento, solo los varones judíos, sanos y que no sean demasiado viejos, serán detenidos.....”.
Sin duda esta orden contenía proyectos anteriores que ahora podían llevarse a cabo. Contenía cuestiones de protección para los ciudadanos alemanes, sus propiedades y sus bienes. También para los extranjeros, incluso si eran judíos... ¿Por qué de pronto protegerlos, no parecía acaso una contradicción?
Seguramente los intereses extranjeros no debían ser perturbados en una coyuntura que ya estaba claro conduciría a una guerra.
Lo cierto es que este ataque perpetrado por bandas nazis la noche del 9-10 de noviembre contra las propiedades judías, que incendió sinagogas, destruyó libros sagrados, acabó con negocios y produjo el padecimiento incalculable de sus víctimas, dado que fueron frecuentes las palizas y el maltrato brutal incluso a mujeres, niños y ancianos, fue mucho más que la rotura indiscriminada de cristales, fue la manifestación concreta y sin pudores de un odio que venía gestándose desde mucho tiempo atrás y que hoy se expresaba con un grado de fanatismo que, como una mecha, se encendió y concluyó con el estallido de la violencia masiva que abriría las puertas del infierno en el que estaba por entrar toda Europa.
A partir de esa fecha muchas cosas cambiaron en el pensamiento de la comunidad judía alemana. Posiblemente haya sido el momento definitorio de la toma de conciencia. Ya no se debía estar allí por más tiempo. Entre finales de 1938 y el principio de la guerra huyeron de Alemania 80.000 judíos. Muchos lograron llegar a sitios más seguros a pesar que las puertas se cerraron para todos ellos. Usaron todo tipo de estrategias que no siempre fueron exitosas. El mundo miró atónico lo que ocurrió y aunque la prensa internacional condenó el hecho, no tuvo poder de reacción. No se alzaron voces en Alemania condenando los actos. Quedaron todos silenciados por un sentimiento de ¿complicidad o estupor?.
El mismo día y los posteriores al pogrom, miles de judíos fueron arrestados y enviados a prisiones y campos de concentración: Buchenwald, Dachau y otros. Ya tenían el sitio preparado, es decir, se esperaba la llegada masiva de prisioneros y son varios los testimonios de prisioneros que veían como días antes se acondicionaban espacios para los futuros prisioneros que no tardaron en llegar. 91 judíos fueron asesinados y 30.000 judíos los que fueron encarcelados y confinados en campos de concentración, 267 sinagogas fueron destruidas en Alemania y Austria.
Inicié el artículo diciendo que el nombre “la noche de los cristales rotos” era una injusticia, pues fue mucho más que la rotura de cristales. Fue un quiebre más profundo. Fue el quiebre definitivo de una forma de vida que quizás hasta ese momento parecía todavía recuperable o reversible. Cuando algo se rompe, cuando algo se quiebra como el frágil cristal es difícil reconstituirlo.
Ya no había vuelta atrás...