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Yad Vashem está cerrado los sábados y días festivos judíos.
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La imagen que muchos nos hacemos de la Shoah se nutre menos de libros de historiadores que de representaciones artísticas, entre las cuales están las que ofrece el teatro. No se trata de un fenómeno nuevo: probablemente, muchos atenienses hicieron suya la versión que de la victoria de los griegos contra Jerjes presenta Esquilo en “Los persas”, y muchos españoles del XVII aceptaron la que de la victoria del Estado moderno centralista sobre el feudalismo residual ofrece Lope de Vega en “Fuente Ovejuna”. Por su carácter constitutivamente asambleario –y, por tanto, político- el teatro ha sido y es un medio especialmente apto para alimentar memorias colectivas.
El teatro fue, probablemente, el primer modo de hacer historia. Antes de que hubiese escritura e incluso palabra, el hombre utilizó el teatro para compartir su experiencia. Quizá el primer hombre que vio el fuego mimase su encuentro con éste para dar cuenta de él a otro hombre. Quizá éste lo imitase ante un tercero, inventando a un tiempo el teatro y la historia. En todo caso, ningún medio realiza la puesta en presente del pasado con la intensidad con que lo hace el teatro, en el que personas de otro tiempo son encarnadas –reencarnadas- por otras personas aquí y ahora. Si en general, por utilizar la terminología de Ortega en “Idea del teatro”, el actor desaparece –se hace transparente- para que cobre realidad –visibilidad- el personaje, tal transfiguración es abisal en el teatro histórico, en que el representado no es una criatura de la imaginación, sino una persona de otro tiempo. El actor desaparece para dejar ver a un hombre que fue y que vuelve a ser durante la representación.
A mi juicio, esa anulación del tiempo y de la muerte representa en sí misma una idea extrema: todos los hombres somos contemporáneos. Más allá de la condición histórica, hay la condición humana, la Humanidad. El teatro histórico –incluso el de vocación historicista- es una victoria sobre la visión historicista del ser humano según la cual éste se halla clausurado en su momento histórico, del que es producto. Porque la condición de posibilidad del teatro histórico no es aquello que diferencia unos tiempos de otros, sino aquello que anuda dos tiempos y permite sentir como coetáneo nuestro al hombre de otra época. Incluso piezas como “Madre Coraje y sus hijos” o “Galileo Galilei”, con las que Brecht buscó que sus espectadores reflexionasen sobre las condiciones históricas en que tuvo lugar la vida humana en una época y que se hiciesen conscientes de su propia historicidad, sólo son leídas o puestas en escena porque unos hombres de hoy se reconocen en esos personajes que representan a personas históricas.
La tragedia antes mencionada, “Los persas”, se refiere a un espacio y a un tiempo determinados, pero no es menos universal que las obras esquileas de asunto mítico. Su tema es el castigo que sufren los seres humanos por una arrogancia que les lleva a desconocer sus límites. Ese tema desborda el acontecimiento concreto de la guerra de los griegos contra el ejército de Jerjes. En “Los persas” aparece así el rasgo mayor del teatro histórico: el hallazgo de lo universal en lo particular.
Como es sabido, ya Aristóteles distingue en su “Poética” entre el poeta y el historiador, considerando que si el historiador se ocupa de lo particular (lo que ha sucedido), el poeta trata de lo universal (lo que podría suceder). A juicio de Aristóteles, ese trato con lo universal pone al poeta cerca del filósofo y por encima del historiador. Aristóteles no se ocupa del teatro histórico, pero nos brinda una útil dicotomía para reflexionar sobre él. Cabe decir que la misión del teatro histórico es superar la oposición entre lo particular y lo universal: buscar lo universal en lo particular.
En un inolvidable momento de “Los persas”, la Sombra del difunto rey Darío aparece para explicar al pueblo persa la causa de su desgracia: “Cuando la soberbia florece, da como fruto el racimo de la pérdida del propio dominio y recolecta cosecha de lágrimas” . Darío aconseja a su pueblo, pero también a los espectadores, nunca más dejar que un orgullo desbocado ofenda a los dioses. Con esas palabras en que extrae una enseñanza universal de un episodio histórico, Darío está exponiendo implícitamente el sentido del teatro histórico. Implícitamente, Darío está afirmando que de la representación del pasado puede extraerse una enseñanza (una utilidad) para la vida presente.
Una autorreflexión semejante del teatro histórico encontramos en la primera escena del tercer acto de “Julio César”, de Shakespeare. Casio dice allí: “!Cuántas veces los siglos venideros / verán representar nuestra escena sublime / en lenguas y países por nacer!”. A lo que Bruto responde: “!Cuántas veces será un espectáculo / la muerte de César, que ahora yace al pie / de la estatua de Pompeyo, más mísero que el polvo!”. Casio completa el diálogo pronosticando la enseñanza que muchos espectadores extraerán a lo largo de los tiempos de la tragedia shakespeareana: “Cuantas veces suceda,/ todos dirán de nuestro grupo:/ “Ellos dieron a su patria libertad”.”
A través del Darío de “Los persas” y del Casio de “Julio César”, el teatro histórico medita sobre sí mismo y se hace consciente de su sentido, afirmando que la representación de un tiempo puede ser valiosa para los hombres de otro tiempo.
Una reflexión semejante sobre la utilidad de representar el pasado aparece en el discurso del Testigo 3 de “La indagación”, el oratorio de Peter Weiss sobre Auschwitz. Ese personaje, después de informar sobre los horrores que ha presenciado en el campo, afirma que, de no desaparecer la base cultural que hizo posible el Holocausto, “otros millones de seres pueden esperar igualmente / su aniquilación, / y esa aniquilación / podrá superar enormemente / en efectividad” a las que ya hemos visto . El Testigo 3 está hablando menos al tribunal que a los espectadores reunidos aquí y ahora. Al fin y al cabo, el propio Weiss aclaró que, cuando se ocupaba de la Historia, lo hacía interesándose sobre todo por su relación con la actualidad.
A mi juicio, el mejor teatro del Holocausto es aquel que ha sido capaz de incitar al duelo por las víctimas y, al tiempo, hacer que el espectador mire a su alrededor y dentro de sí, preguntándose por lo que queda del veneno de Auschwitz y por lo que en sí mismo hay de verdugo o de cómplice del verdugo. Es lo que, siguiendo estrategias muy diversas, además de Weiss, logran, entre otros, Arthur Miller en “Cristales rotos”, George Tabori en “Los caníbales”, Harold Pinter en “Cenizas a las cenizas”, Enzo Corman en “Sigue la tormenta” o Thomas Bernhard en “Plaza de los héroes”.
Lo que enloquece a la mujer suicida de “Plaza de los héroes” de Bernhard, es seguir escuchando dentro de su cabeza, tantos años después, los vítores a Hitler que llenaron la Heldenplatz, la plaza vienesa en que cientos de miles de austriacos celebraron la anexión de Austria por Alemania. Lo que impide caminar a la enferma protagonista de “Cristales rotos” de Miller es el sufrimiento de hombres a los que no conoce, hombres que padecen a miles de kilómetros del Nueva York donde ella, una judía a salvo de la zarpa nazi, es devorada por la vergüenza del superviviente. Los personajes de “Los caníbales” de Tabori, supervivientes e hijos de supervivientes, se citan en un barracón para intentar comprender lo que allí pasó y de este modo, quizá, comprenderse a sí mismos. El joven judío de “Sigue la tormenta” de Corman, descubre en su encuentro con un superviviente de Terezin que igual que su anciano interlocutor una parte de él también murió en los campos. La mujer de “Cenizas a las cenizas” de Pinter, sueña recurrentemente cómo un hombre le arrebata a su hijo y lo mete en un tren, y es desde esa pesadilla desde donde nos mira, desde su infinita soledad, desde su dolor incomunicable. Todos esos personajes son nuestros contemporáneos. Sólo por eso las piezas mencionadas –emocionantes sin ser sentimentales, poéticas sin ser estetizantes- son hitos del teatro del Holocausto.
Pero una historia del teatro del Holocausto no debería empezar por esas obras maestras. Una historia del teatro del Holocausto debería empezar recordando a los hombres de teatro –actores, directores, escritores…- asesinados por el Tercer Reich y a las tradiciones teatrales que el nazismo interrumpió.
Después de dejar una página -¿una página en blanco? ¿una página arrancada?, ¿una página quemada?- para esas ausencias, una historia del teatro del Holocausto habría de releer a los “anunciadores del fuego”: aquellos autores en cuya obra se anticipó la catástrofe. Entre esos está, desde luego, Karl Kraus, quien en “Los últimos días de la humanidad”, concluida en 1922, presentaba tanto un catálogo de los horrores de la primera guerra como un anuncio de lo que traería la próxima. Kraus describe a masas idiotizadas que saludan con júbilo la noticia de la muerte de cuarenta mil rusos y que viven la guerra como una bendición, porque las épocas de paz, según dice un personaje, son peligrosas, ya que “en ellas es fácil caer en la molicie y en la alienación” . La obra de Kraus comienza con un vendedor callejero de periódicos gritando “!Edición especial! ¡Asesinado el heredero del trono! ¡El autor detenido!”. Un paseante que escucha esto dice a su esposa: “Suerte que no era judío”. Pero su mujer no se queda muy tranquila y dice a su marido, temiendo lo peor: “Vamos a casa” . Como hoy sabemos, pocos años después para millones de judíos europeos no habría casa en que refugiarse. El incendio del que avisaba Kraus es el que luego empujó al exilio a Bertolt Brecht, cuya pieza “La mujer judía” puede ser leída como un grito de socorro ante lo que iba a venir. Como se sabe, Brecht se exilia en 1933 y a partir del 35 comienza a escribir las piezas reunidas en “Terror y miseria del Tercer Reich”. Una de ellas es “La mujer judía”, cuya protagonista, acosada por los nazis a causa de su origen, descubre en escena, ante nosotros, cómo la abandonan quienes hace poco eran sus amigos e incluso su esposo, un gentil. En el turbio lenguaje de éste reconocemos el de tantos que con su cobardía facilitaron su trabajo a los verdugos; en la soledad de ella, la de los judíos a los que Europa no supo defender.
Cuando por fin lleguemos a 1945, una historia del teatro del Holocausto no deberá fijarse sólo en aquellas obras que directamente aluden al exterminio, porque la huella de Auschwitz es decisiva para entender en su conjunto el teatro occidental desde la posguerra hasta nuestros días. Tampoco en el teatro ya nada desde Auschwitz podía ser igual. El descrédito de una palabra y de una cultura que habían sido incapaces de detener la catástrofe está, probablemente, en la base de la obra de Samuel Beckett y, en general, del mejor teatro de los cincuenta. Pero tampoco son disociables del impacto de Auschwitz dramaturgias de los años sesenta hasta nuestros días como las de Edward Bond (“Save”), Heiner Müller (“Hamletmaschine”) o Sarah Kane (“Cleansed”). Y sin el Holocausto es desde luego incomprensible la obra de Tadeusz Kantor, uno de los directores más influyentes del último medio siglo.
Una historia del teatro posterior a 1945 tampoco debe ignorar que el Holocausto ha forzado a una revisión del modo de leer y poner en escena importantes textos clásicos, y no sólo aquellos en que aparecen personajes judíos. Es necio, desde luego, ensayar “El mercader de Venecia” de Shakespeare sin tener en cuenta la historia del antisemitismo europeo que culmina en Auschwitz. Pero también la “Antígona” de Sófocles, el “Fausto” de Goethe o el “Woycezk” de Büchner han sido resignificados por el Holocausto.
Después de todos esos capítulos previos, quizá ya podríamos atender a los textos en cuyo centro está el extermino de los judíos en el Tercer Reich. Al revisar esos textos, observamos cómo el Holocausto tardó en llegar a escena –también el teatro tardó en atreverse a mirar hacia Auschwitz-, cómo esa ausencia se fue corrigiendo poco a poco, y cómo en las últimas décadas aparecen con creciente frecuencia textos y espectáculos teatrales sobre el Holocausto. Igual que la novela y el cine, el teatro ha descubierto en el Lager un microcosmos. En el campo están todas las historias y todos los personajes. Entre éstos, héroes formidables que, en su pequeñez, combatieron contra un monstruo colosal, sabedores de que era la Humanidad lo que estaba en juego. También personajes miserables que, con su indiferencia o su cobardía, ayudaron a los asesinos. Y desde luego están éstos, los misteriosos verdugos, encarnaciones del mal absoluto. La extrema tensión del Lager, de la que hablaba Primo Levi, genera esa intensísima densidad narrativa que está en la base de la proliferación de obras sobre el Holocausto.
Conviene no alegrarse inmediatamente de esa proliferación. Las faltas a la hora de representar la Shoah pueden ser enormes, y en ellas incurren muchas obras mejor o peor intencionadas: la manipulación sentimental del sufrimiento, la exhibición obscena de la violencia, la explotación del siniestro “glamour” del Lager… De la oscuridad del Lager procede un extraño brillo aurático del que muchos creadores parecen querer apropiarse, como si ubicar allí una ficción diese a ésta un prestigio mayor, una importancia suplementaria.
Pero incluso en sus ejemplos más nobles, como aquellos que antes mencioné, el Holocausto es la prueba de fuego del teatro histórico, el acontecimiento que replantea los límites –estéticos y morales- de una representación escénica del pasado. Porque ¿cómo representar aquello que parece tener una opacidad insuperable?; ¿cómo comunicar aquello que parece incomprensible?; ¿cómo recuperar aquello que debería ser irrepetible? A las objeciones que suelen presentarse contra la ficcionalización del Holocausto se puede añadir una que concierne particularmente al teatro: ¿No es inmoral la pretensión misma de representar a las víctimas, de darles un cuerpo?
Estas preguntas y aquellos riesgos a los que antes me refería han de ser tenidos en cuenta a la hora de lanzar nuevas miradas desde el teatro hacia el Holocausto. Pero esas miradas son, en todo caso, hoy como en 1945, necesarias y urgentes. La memoria de la Shoah es nuestra mejor arma en la resistencia contra viejas y nuevas formas de humillación del hombre por el hombre, y el teatro no puede quedar al margen de ese combate. No parece lo más justo ceder el escenario a los negacionistas o a los revisionistas, que también los hay en el mundo del teatro, para que ellos presenten su versión de lo que sucedió. La representación del exterminio planificado de seis millones de judíos europeos, entre ellos cientos de miles de niños, no puede ser dejada en manos de quienes trivializan el dolor, de quienes desprecian a las víctimas o de quienes son comprensivos con los asesinos. Trabajar en un teatro del Holocausto es parte de nuestra responsabilidad para con los muertos, que coincide con nuestra responsabilidad absoluta para con los vivos. Al proyecto de olvido de los nazis ha de oponerse un teatro de la memoria en cuyo centro esté Auschwitz.
Ese teatro no debería aspirar a ser un espejo de lo que sucedió. Cierto que la acumulación de referencias documentadas puede crear una ilusión de objetividad de modo que la obra parezca reconstruir el pasado y el espectador sienta que está contemplando aquel tiempo. Sin embargo, el mejor teatro sobre el Holocausto, como en general el mejor teatro histórico, no pone al espectador en el punto de vista del testigo presencial. Pues lo que el teatro puede ofrecer no es lo que aquella época sabía de sí misma, sino lo que aquella época aún no podía saber sobre sí y que sólo el tiempo ha revelado. Porque en cada ahora es posible reconocer el valor de algo que hasta ayer nos pareció insignificante, al contemplarlo desde un lugar en que nunca antes pudimos situarnos. Cuando eso sucede, no sólo el pasado, también el presente se transforma. Por eso, frente a un teatro histórico museístico que muestra el pasado en vitrinas, enjaulado, incapaz de saltar sobre nosotros, definitivamente conquistado y clausurado, hay otro en que el pasado, indómito, amenaza la seguridad del presente. Un teatro que, en lugar de traer a escena un pasado que confirme al presente en sus tópicos, le haga incómodas preguntas. El mejor teatro histórico abre el pasado. Y, abriendo el pasado, abre el presente.
Como todo el teatro histórico, pero con más responsabilidad que nunca, el teatro del Holocausto buscará su forma empezando antes por una interrogación moral que por un impulso estético. Buscará un modo de representación que se haga cargo de la imposibilidad última de la representación. Ese teatro del Holocausto no aspirará a competir con el testigo. Su misión es otra. Su misión es construir una experiencia de la pérdida; no saldar simbólicamente la deuda, sino recordar que la deuda nunca será saldada; no hablar por la víctima, sino hacer que resuene su silencio. El teatro, arte de la voz humana, puede hacernos escuchar el silencio. El teatro, arte del cuerpo, puede hacer visible su ausencia. El teatro, arte de la memoria, puede hacer sensible el olvido.
Pero si es necesario y urgente un teatro sobre Auschwitz, tanto o más lo es un teatro contra Auschwitz. Un teatro que combata al autoritarismo y a la docilidad. Un teatro que sea la máscara que desenmascara, a contracorriente de la propaganda y de la frase hecha. Un teatro que haga a sus espectadores más críticos y más compasivos, más vigilantes y más valientes contra la dominación del hombre por el hombre. Un teatro contra Auschwitz también sería una forma –negativa, paradójica, profundamente judía- de representar el Holocausto. Un teatro contra Auschwitz sería una derrota de Hitler y una forma de hacer el duelo.
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