La aplicación sistemática de las tecnologías biopolíticas es una fuerza rectora de primera magnitud en la compleja trama de determinantes que conducen hasta la Shoah Escribir hoy sobre el Holocausto implica partir de evidencias que suponen un salto cualitativo –por la gravedad acuciante de los problemas que suscitan– respecto al clima simbólico imperante en la escena internacional hasta hace poco tiempo. Este salto cualitativo trasciende incluso las pruebas incontrovertibles sobre un rebrote del antisemitismo en Europa como apenas podía sospecharse una década atrás. La negación de la realidad misma del Holocausto ha dejado de ser patrimonio exclusivo de los grupúsculos de exaltados neonazis tras proclamarla el presidente del gobierno de Irán, un país con cerca de 70 millones de habitantes: una potencia con gran capacidad de influjo sobre amplias capas de la población en los países islámicos –y entre los numerosos inmigrantes musulmanes de Europa occidental– y uno de los principales proveedores de petróleo, cuya producción y cotización llegan a condicionar la economía mundial. Un Estado que además, bajo la dirección del presidente Mahmud Ahmadineyad –el mismo que intenta conciliar la respetabilidad internacional con la negación del exterminio por los nazis de cerca de 6 millones de judíos–, se encuentra inmerso en un programa de producción de energía nuclear sobre el cual caben más que indicios racionales para sospechar que no pretende limitarse a usos pacíficos.
Enfocaré esta breve contribución a la tarea de analizar las condiciones que permitieron la planificación y ejecución de la Shoah desde una perspectiva apegada al estudio empírico de las tecnologías del poder. El problema queda así planteado en términos de lo que el nazismo y el Holocausto incluyen de desarrollo evolutivo –con la más estricta continuidad lógica– de las tecnologías del poder características de las sociedades contemporáneas. Y en consecuencia no me ocuparé –en lo posible, y por razones metodológicas– de lo que el Holocausto pueda representar para un estudio más amplio de la condición humana.
La mayor parte de las referencias históricas las he tomado de las excelentes exposiciones del profesor David Bankier, director del Instituto Internacional para la Investigación del Holocausto en Yad Vashem y catedrático de Estudios sobre el Holocausto en la Universidad Hebrea de Jerusalén, durante el curso Memoria del Holocausto. Al trazar las coordenadas del análisis recogeré varias aportaciones de Michel Foucault, expuestas en el curso del College de France impartido entre enero y marzo de 1976 bajo el título Defender la sociedad, y cuya temática es la genealogía del racismo contemporáneo desde las teorías historiográficas sobre la guerra de razas (después de las guerras de religión europeas, y a comienzos de las grandes contiendas políticas inglesas del siglo XVII) hasta el racismo de Estado característico del siglo XX, que alcanza su culminación paroxística en el nazismo y en la Solución Final.
Esto no significa, sin embargo, seguir a Foucault en su orientación filosófica. En otro lugar me he ocupado del juicio que me merecen tanto la fecundidad como las limitaciones del planteamiento foucaultiano respecto al poder. En síntesis, el problema filosófico de mayor entidad radica probablemente en la ausencia de una definición lo bastante precisa de la idea de poder, un problema que atraviesa en realidad el conjunto de su obra. Desde su peculiar posición libertaria, Foucault combina el politicismo ontológico con el apoliticismo axiológico más extremo, lo que abre arduos interrogantes sobre la posibilidad de tal combinación sin incurrir en flagrante incoherencia. Mientras ontológicamente suscribe –si bien de manera tácita–, la afirmación de Aristóteles en la Política, según la cual «por naturaleza la mayoría de las cosas se componen de gobernantes y gobernados», su paralela identificación de todas las relaciones de poder con relaciones de dominación o explotación precipita el más desesperado fatalismo. En las relaciones entre los hombres el poder es el mal, y éste alcanza su más acabada expresión en el Estado, del que es imposible desprenderse. No obstante, estas dificultades teóricas (de índole filosófica) no menoscaban algunas valiosas aportaciones, en especial en lo concerniente a su minuciosa investigación histórica de la evolución de las tecnologías del poder, que recogeremos en el presente trabajo.
La tesis histórica de Foucault que nos permite iniciar el análisis es que uno de los fenómenos fundamentales del siglo XIX consiste en que el poder se apropia de la vida: «Se trata de una toma de poder sobre el hombre en tanto que ser viviente, es decir, de una especie de estatalización de lo biológico, o por lo menos de una tendencia que conduce a lo que se podría denominar la estatalización de= lo biológico».
Si tomamos como escala comparativa adecuada para entender lo sucedido la teoría clásica de la soberanía –como hace Foucault para desplegar su argumentación a lo largo del curso– nos encontramos con que en ésta el derecho de vida y muerte es uno de los atributos más importantes del soberano. Ahora bien: ¿qué significa disponer del derecho de vida y muerte? Afirmar que el soberano dispone de tal derecho equivale a decir que puede hacer morir o dejar vivir. Radicalizando las cosas y conduciéndolas hasta la paradoja, significa que en las confrontaciones del poder el sujeto no es sujeto pleno de derecho ni vivo ni muerto; sólo gracias al soberano tiene el derecho de estar vivo o de estar muerto, o lo que es lo mismo, la vida y la muerte de los sujetos se vuelven derechos sólo por efecto de la voluntad soberana. Sin embargo, fácticamente esto no significa que el soberano pueda hacer vivir de la misma manera que puede hacer morir. Se da aquí un singular desequilibrio práctico, porque el derecho de vida y muerte sólo se ejerce del lado de la muerte, en la medida en que el soberano puede matar. Se trata, en suma, del derecho de hacer morir o dejar vivir.
La conclusión más relevante de las indagaciones de Foucault para nuestro propósito es que una de las transformaciones de mayor envergadura en el derecho político del siglo XIX consistió en completar el antiguo derecho de soberanía con otro derecho nuevo. Un derecho nuevo que no cancelará el anterior, pero lo atravesará y lo modificará sustancialmente. Este derecho, este poder, será exactamente el contrario del antiguo: el poder de hacer vivir y de dejar morir. Naturalmente, tal transformación no se producirá de una manera súbita, sino a través de un proceso gradual que va afectando paulatinamente a los dispositivos, a las tecnologías del poder.
Durante los siglos XVII y XVIII aparece un conjunto de técnicas de poder centradas en el cuerpo individual. Son procedimientos mediante los cuales se asegura la distribución espacial de los cuerpos, su separación, alineamiento, subdivisión y vigilancia, organizando alrededor de ellos un campo de visibilidad (cuyo paradigma es el panóptico). Se trata ante todo de una serie de técnicas de racionalización y economía –stricto sensu– de un poder que ha de aplicarse evitando el dispendio, a través de un sistema de vigilancia, jerarquía, inspección, relaciones, &c. En definitiva, se despliega la tecnología disciplinaria del trabajo en instituciones como la cárcel, la fábrica, el hospital, el manicomio, el cuartel o la escuela. Posteriormente, a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII se asiste a la aparición de algo novedoso: una tecnología no disciplinaria del poder. Pero no en el sentido de que excluya la tecnología disciplinaria, sino que más bien la incorpora, la modifica parcialmente y la utiliza, logrando plasmarse de manera efectiva gracias a la tecnología disciplinaria previa. La técnica novedosa no suprime la técnica disciplinaria porque se ubica en otra dimensión, en otra escala, dispone otra área de acción y recurre a instrumentos diferentes. Tal y como Foucault lo expone, la técnica no disciplinaria de poder, en lugar de regir la multiplicidad de los hombres en tanto ésta puede resolverse en cuerpos individuales, se dirige a esa multiplicidad en tanto constituye una masa global, intentando regir procesos de conjunto que son específicos de la vida, como el nacimiento, la muerte, la producción y la enfermedad. La nueva
tecnología del poder se despliega en dirección al hombre-especie, es una biopolítica de la especie humana. Así los objetivos de control de la biopolítica son a grandes rasgos los problemas de la natalidad (proporción de nacimientos y defunciones, tasa de reproducción, fecundidad), de la mortalidad y de la longevidad. Y por lo que se refiere a los problemas relativos a la morbilidad, se concentra fundamentalmente en las enfermedades endémicas, consideradas en términos de costes económicos, bien por su impacto sobre la producción o debido a los costes exigidos por las curaciones.
La tecnología biopolítica instaura una medicina cuya principal función es la higiene pública, fomentada a través de un entramado de instituciones reguladoras cuyo radio de acción abarcará también los fenómenos de la incapacidad, la exclusión y neutralización de los individuos (los problemas de la vejez, la incapacidad laboral, los accidentes y las diversas anomalías), desplegando sistemas como los seguros, el ahorro individual y colectivo, y la seguridad social.
Entre las características definitorias de la biopolítica se cuentan, en consecuencia, que trabaja sobre la población (la noción misma de población surge con esta tecnología del poder); se centra en fenómenos colectivos, cuyos efectos económicos y políticos sólo son relevantes a escala de las masas; instaura procedimientos de intervención en los fenómenos globales (se tratará de reducir los estados morbosos, prolongar la vida, favorecer la natalidad, &c.); y especialmente dispondrá mecanismos reguladores para alcanzar un equilibrio, una homeostasis en una población global, optimizando la vida.
La tecnología biopolítica es un poder continuo, científico, de hacer vivir y dejar morir. Puede definirse con la serie población-procesos biológicos-dispositivos reguladoresEstado, aun cuando sus regulaciones globales –sitemáticamente aplicadas ya a lo largo del siglo XIX– operan no sólo desde las instituciones estatales, sino mezcladas con otras de carácter privado y sub-estatal, como las entidades médicas, casas de socorro, o compañías de seguros. Y casi siempre ejercen su acción imbricadas o articuladas con los mecanismos disciplinarios. En síntesis, en las sociedades contemporáneas el control se ejerce a través de una estrategia normalizadora: es un poder que opera aplicando normas, que excluye las anomalías del tejido social. Un poder que se ejerce mediante dispositivos de acceso y exclusión.
Llegados a este punto, estamos ya en condiciones de plantearnos la pregunta a propósito del nazismo y del Holocausto desde las perspectivas abiertas por los descubrimientos históricos anteriores: ¿Qué representan, pues, el nacionalsocialismo y la Solución Final a la luz de la biopolítica, entendida como la tecnología del poder característica de las sociedades contemporáneas?
Por lo pronto, los rasgos de la biopolítica nos permiten desechar algunas hipótesis sobre el significado de la Shoah. El genocidio nazi no puede ser explicado como una regresión a formas atávicas, salvajes o primitivas de ejercicio del poder, o como una manera arcaica –por su crueldad radical– de afrontar la guerra. Muy al contrario, sólo puede ser entendido desde la racionalidad de los fines teorizada por Max Weber, esto es, desde la lógica inmanente, y definitoria, de las sociedades industriales más desarrolladas de su época. Se trata de un exterminio planificado con la más estricta minuciosidad burocrática, un exterminio industrial a gran escala únicamente accesible a un Estado provisto de los medios científicos más eficientes. En este aspecto, es crucial su conexión con el programa de eutanasia ejecutado sistemáticamente entre 1939 y 1941, cuyo resultado son más de 70.000 muertos, en su mayoría enfermos mentales. Es sumamente revelador que los psiquiatras implicados debieran rellenar un formulario sobre cada enfermo, y los dirigentes nazis deliberasen ante estos informes si enviar o no a las víctimas a alguno de los seis centros de exterminio habilitados al efecto.
Son también las características definitorias de las estrategias normalizadoras las que permiten entender que en julio de 1942, cuando el ghetto de Varsovia ha llegado a convertirse en económicamente rentable, sus habitantes judíos sean enviados a Treblinka para ser exterminados. Como sostiene el profesor David Bankier, la lógica que rige el proceso no es la de la rentabilidad capitalista. Se trata de una lógica hecha explícita con descarnada frialdad en la declaración de Werner Best, Gruppenführer de las SS: «Nuestra meta es exterminar al enemigo sin odiarlo». De idéntico modo a como se aniquila un bacilo, por el bien de la humanidad. La tesis defendida durante el curso Memoria del Holocausto por el eminente Dr. Bankier, una de las mayores autoridades mundiales sobre el tema, es que la lógica de la Solución Final está determinada por la ideología. Una ideología que, precisamente, exige la pura frialdad pragmática explicitada en la declaración de Best.
Pero aunque es innegable la poderosa influencia de los componentes ideológicos entre los factores desencadenantes de la Shoah, caben algunas dudas sobre si esta influencia fue realmente la más decisiva. Es, en todo caso, argüible que algunos hechos bien conocidos mantienen cierta opacidad u oscuridad cuando tratan de explicarse principalmente en función de factores ideológicos. Y la evolución de las tecnologías biopolíticas incorpora otra sólida y fructífera línea explicativa. El antisemitismo nazi se sitúa –es bastante obvio– a una gran distancia del racismo tradicional, de las formas conocidas hasta entonces de desprecio u odio de unas razas por otras. Mas tampoco puede ser estrictamente reducido a una operación ideológica, con la cual el Estado nacionalsocialista dirigiría la agresividad del cuerpo social contra un enemigo mítico.
La especificidad del racismo moderno, del racismo de Estado –sobre esta cuestión parece bastante certera la tesis de Foucault– está más determinada por las tecnologías del poder que por los prejuicios tradicionales, las nuevas ideologías y la mentira política, por muy poderosos que sean los medios modernos de propaganda. Es el racismo propio de un Estado que necesita servirse de la raza, de la eliminación de las razas o de la purificación de la propia raza para ejercer el antiguo poder soberano del derecho de muerte. Otra cosa es que, ante la imposibilidad de definir con precisión las razas inferiores y la raza superior en términos biológicos, se requiriese acudir a la pseudociencia, a una antropología física ficticia y a la impostura de la frenología; y que para ello fuera necesaria la elaboración de mitos ideológicos.
El problema teórico que se plantea entonces –y que el mismo Foucault formula con claridad– es el de cómo un poder que consiste en hacer vivir pueda encontrar una justificación para matar, exija la muerte y someta a la muerte no sólo a sus enemigos, sino también a sus propios ciudadanos. Y su hipótesis es que para resolver este problema surge el racismo de Estado.
Una función primordial del racismo en esta coyuntura histórica es la de trastrocar la relación de guerra tradicional, es decir, el imperativo bélico que condiciona la propia supervivencia al deber de matar al enemigo, en una relación biológica. Una relación biológica en la cual la aniquilación de las razas inferiores, de los individuos anormales o degenerados, es la condición necesaria para la proliferación de una vida más sana y más pura. La relación militar, e incluso la relación política, se transforman en una relación biológica; y esto es así porque los enemigos que se quiere eliminar no son meramente los adversarios políticos, sino los 'peligros' para la población. En el sistema del biopoder la muerte sólo es admisible si tiende a la supresión del peligro biológico y al fortalecimiento de la propia especie o de la propia raza. Y de ahí la importancia crucial del racismo.
Ahora bien, la 'muerte' no se reduce en las estrategias normalizadoras a la aniquilación física, al asesinato, sino que incluye la multiplicación de los riesgos de morir para determinados sectores de la población, y sobre todo la extinción política, la privación de derechos y la exclusión de la comunidad. Una práctica que resurge con gran potencia en las sociedades de nuestros días, en la forma del racismo pseudoétnico encubierto bajo la coartada de una difusa 'identidad', mítica o puramente imaginaria. Por eso la derivación fascista atraviesa la división política convencional izquierda/derecha, y adquiere modalidades tan heterogéneas en los más diversos programas ideológicos (nacionalismos secesionistas, socialismos, tradicionalismos xenófobos, &c.), proliferando no sólo en los regímenes despóticos, sino también en los Estados más prósperos dotados de sólidas instituciones democráticas. Porque en definitiva es un peligro inducido por la evolución de los nuevos dispositivos de poder surgidos en el siglo XVIII y aplicados de manera gradual, pero con férrea continuidad, durante los siglos XIX y XX.
La tesis anterior se confirma si nos planteamos la importancia atribuible al factor de la patología psíquica en el desencadenamiento del exterminio. Ateniéndonos estrictamente a la objetividad de los documentos, en sus primeros escritos –según subraya el Dr. Bankier– Hitler rechaza los pogromos y propone un antisemitismo 'racional', con una primera etapa de segregación (apartheid), y una segunda de alejamiento definitivo de los judíos. Más adelante, las declaraciones de Hitler están muy mediatizadas por factores políticos, y lo más prudente es recelar de su sinceridad.
Es en las conversaciones de sobremesa donde se muestra con una franqueza mucho mayor, y en ellas expresa una demonización absoluta del judío, una judeofobia extrema. Significativamente, durante su ejercicio del poder Hitler oscila entre el antisemitismo 'racional' y el antisemitismo pasional. A título de ejemplo, se opone en principio a la pretensión de los grupos más radicales de marcar a los judíos, ya que no quiere colapsar las actividades económicas ni provocar explosiones de violencia gratuita, incluso después de la Kristallnacht. Con todas las dificultades que implica dar razón de ello, el profesor Bankier defiende que es una hipótesis muy verosímil atribuirle una judeofobia extrema, racionalizada de acuerdo con las formas dominantes en la cultura del siglo XX. Es evidente que no resulta posible intentar
presentarse como un político respetable, y aspirar al reconocimiento internacional en aquel momento histórico, mostrando con completa crudeza la fobia hacia los judíos.
Pero en la actitud de Hitler parece haber algo más. Y no es superfluo señalar que la racionalización sistemática es una propiedad inherente al modelo tecnológico de la biopolítica.
Si nos adentramos un poco más en los detalles, es notable cómo Hitler llega a afirmar que personas como San Pablo y Trotski tienen un gran valor. Expone así su creencia en que la naturaleza produjo al judío como una suerte de reactivo, que evitaría la degeneración de la propia raza mediante sus acciones destructivas. La imagen de sí mismo que cabe atribuir a Hitler en virtud de las pruebas documentales es la de considerarse un héroe encabezando una cruzada a favor de la humanidad; y su antisemitismo, de acuerdo con ella, sería un mecanismo de defensa frente a la degeneración y decadencia de la especie, provocada y acelerada por los judíos. El nazi –es la tesis del profesor Bankier– no actúa ni por codicia ni por un patriotismo más o menos teñido de intereses económicos, sino por puro afán de destrucción (pretendidamente defensiva) de los judíos, un impulso de destrucción que se presenta como una misión ideológica universal. Los rasgos –añadiremos– que son definitorios del biopoder conducido hasta su exaltación límite, en cuanto esa exaltación se torna
autodestructiva y suicida.
Un buen índice de la potencia del componente biopolítico en el nacionalsocialismo son las peculiaridades retóricas de las disertaciones de Hitler, así como el lenguaje de los medios de propaganda del Tercer Reich durante el período de la Solución Final.
Sobre las propiedades del discurso antisemita hitleriano, el profesor Bankier destaca:
«Los eruditos han estudiado su 'profecía' tristemente célebre que amenaza a los judíos con el exterminio, la utilización que hace del discurso hiperbólico y de las preguntas retóricas, su lenguaje carente de alternativas, su preferencia por reducir la realidad a
oposiciones simplistas al estilo de 'o blanco o negro', su tendencia a conceder autoridad científica a sus manifestaciones con metáforas procedentes del mundo de la medicina y de la biología, su costumbre de otorgar legitimidad metafísica a sus declaraciones utilizando la terminología religiosa».
Propensiones que también se aprecian en el lenguaje propagandístico de la prensa:
«Desde finales de 1941 en adelante, con los reveses recibidos en el frente soviético como telón de fondo, el discurso de la prensa nazi se volvió mucho más violento. El lenguaje se tornó casi religioso cuando el uso repetido de Endkampf confirió a la guerra una naturaleza casi apocalíptica. Se calificó a la guerra de lucha gigantesca por la existencia para mantener con vida a los más sanos, y se establecieron analogías que provenían del campo de la medicina y de la historia para presentarla ante el público: se la equiparó con la lucha del cuerpo contra la tuberculosis, y con las batallas de Roma para salvar la civilización de Cartago, la nación semítica de comerciantes».
Todo ello parece confirmar las tesis foucaultianas: el vínculo fijado entre la teoría biológica evolucionista del siglo XIX y el discurso del poder se intensifica en todas las situaciones que provocan contiendas cruentas, homicidios, riesgos de muerte, debido a que tales acontecimientos trataban de justificarse en términos de un evolucionismo social pseudocientífico: no tanto, pues, de la teoría de Darwin cuanto de sus nociones deformadas y banalizadas (jerarquía de las especies, lucha por la vida, selección que elimina a los menos adaptados, &c.). Ya a finales del siglo XIX la guerra aparece justificada por la necesidad de destruir el peligro biológico que representan las razas degeneradas para la raza propia, y sobre todo como un modo de regenerar ésta, de acuerdo con el delirante principio: «cuantos más mueran de los nuestros, más pura será nuestra raza».
Si nos planteamos para concluir cómo y cuándo se produce el salto cualitativo hacia la mentalidad genocida, hasta la Solución Final, la línea de respuesta más verosímil parece apuntar a la combinación entre la amplia experiencia adquirida con el programa de eutanasia desarrollado desde enero de 1940 a agosto de 1941, y la situación de guerra como condición necesaria.
En la imagen de sí mismos difundida entre los nazis, completamente persuadidos de la superioridad de la 'civilización germánica' –y acostumbrados a contraponerla rutinariamente a la barbarie ungermanische–, la Solución Final es un programa lo más humanitario posible, exigido por la carencia de alimentos durante el invierno y las penurias de la fase terminal de la guerra, según se expone nítidamente en el testamento de Hitler de 1945. Y también estas constataciones abonan la hipótesis de la biopolítica como factor crucial.
De todo ello cabe, pues, inferir fundadamente que la aplicación sistemática de las tecnologías biopolíticas –sin excluir su composición con factores pragmáticos e ideológicos– es una fuerza rectora de primera magnitud en la compleja trama de determinantes que conducen hasta la Shoah y la deriva suicida del régimen nazi.
Fuente: El Holocausto y las tecnologías del pode