Domingo a jueves: 9:00 - 17:00.
Viernes y vísperas de fiestas: 9:00 - 14:00.
Yad Vashem está cerrado los sábados y días festivos judíos.
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Como niños curiosos asomamos la nariz a una realidad que pretendíamos lejana. Apartamos de nuestra vista, de nuestra imaginación, los aspectos más crudos, más morbosos de una catástrofe humana que se produjo no en lejanos confines y con personas extrañas y diferentes sino con compatriotas europeos. Sus rostros no eran diferentes a los nuestros, sus anhelos, sus virtudes y sus defectos similares a los nuestros también. Y de pronto surgió la primera pregunta ¿cómo pudieron ser caínes?. Y con esa pregunta entramos en otra habitación del horror, la que tiene que ver no tanto con los actos que se realizan sino con la íntima fibra que nos hace ser humanos, que vertebra nuestra moralidad, que nos hace sentir que la paternidad, que los deberes cívicos de obediencia a las leyes , que nuestro deseo de participar en la vida común, se hilan en nuestra alma y les ofrecemos nuestro tiempo único y singular. Nos atamos a ese infinito abstracto y colectivo que da sentido a nuestras vidas. Y de pronto aquella pregunta ingenua sobre los otros se transforma en una pregunta sobre nosotros, sobre nuestros convecinos. A la primera pregunta sin respuesta se unen otras cadas una de ellas con su peso particular: ¿cómo se convirtieron gentes honestas en víctimas, cómo se convirtieron gentes honestas en verdugos, en cómplices de los verdugos?. Y de nuevo las preguntas se agolpan, los sentimientos, las emociones brotan. Y esas preguntas insoportables sacuden la conciencia y necesitamos encontrar las palabras justas para formular esos dilemas, necesitamos poder asumir la carga de las preguntas mientras las respuestas no llegan, necesitamos dominar la rabia de la impotencia para alcanzar el auténtico duelo por las víctimas.
El viaje a Polonia constituía un reto. Enfrentarse a las emociones fuertes que nos esperaban no era el mejor medio para cicatrizar la herida espiritual (teórica y ética) que había abierto la conciencia del Holocausto. No era necesario corroborar en la experiencia que el Holocausto había ocurrido y que muchas habían sido sus víctimas. A quien está convencido de que la tierra da vueltas alrededor del Sol se le puede probar de veinte formas distintas que esa rotación tiene lugar ; a quien la niega se le ocurren cien maneras diferentes de justificar las apariencias. A quien cree en la rotación terrestre encontrar una nueva prueba le produce placer; a quien no cree encontrar una nueva explicación ad hoc le produce placer; ambos tienen algo de inmoral e indecente aplicado al Holocausto. Todas las formas de vesanía, de terror, toda la inteligencia humana aplicada a la destrucción de la humanidad conocidas en su detalle, duplicadas, triplicadas, cuadriplicadas, multiplicadas hasta el infinito no añaden comprensión sino desprecio al sufrimiento de las víctimas. Desde el punto de vista espiritual el horror histórico que hay que construir con la propia imaginación se diluye en la emoción inferida por el artificio sabio de los artistas en las películas de suspense o de terror.
Pero, después de todo, se trataba de ir a Polonia con los compañeros de Casa Sefarad y con la guía de Mario Sinay, de Yad Vashem, es decir, se trataba de ver de otra manera lo que se pudiese ver en Polonia. Y ese reto merecía la pena asumirse. En primer lugar porque los asistentes habían traspasado el espejo del horror para sostener, desde la emocionada empatía por las víctimas, las preguntas que hay que hacerse para que esa emoción no se disuelva en un pretencioso saberlo todo y entenderlo todo sobre los acontecimientos.
Y es que hay que aceptar que los sufrimientos, incluso en los individuos, tienen matices, aúnan perspectivas. Había que aceptar leer los acontecimientos conocidos desde la perspectiva del pasado coetáneo y anterior a los acontecimientos; y desde el presente más rabioso, más radicalmente coetáneo y los futuros que este presente deja abiertos.
En este sentido la guía de Mario Sinay fue ejemplar. Abrió una nueva perspectiva en la que la muerte, como acontecimiento personal, comunitario, no es un un evento trágico sino que forma parte de la existencia humana, la acota y la define: la muerte nos hablaba de una forma de vida, de la vida misma. Y si hubiésemos sabido leer la filigrana del hecho, la epigrafía funeraria, la disposición de las tumbas, sus elementos constitutvos, podríamos haber imaginado con mayor detalle y precisión la vida que llevaban los difuntos y sus linajes y estirpes. Frente a esa expresión de la vida en el ritual funerario, en el hálito detenido y profanado de esos santos lugares, el presente clamaba su indiferencia, su hostilidad. Y no era difícil conectar ese silencio del presente, esa indiferencia con los hechos mayores a los que nos enfrentamos.
Poco a poco, de la vida detenida, de los rasgos y trazos rescatados del odio, de la indiferencia, del olvido, se originaba una narración sobre el pasado y sobre la relación en el pasado entre los vecinos, entre los diferentes habitantes de los shtetl. Como si el futuro sólo pudiese surgir de un crimen compartido, como si ese futuro fuese deseable y no meramente posible, fueron emergiendo los rumores, los silencios, las cercas en los bosques, la vegetación que cubre el homicidio. Y esa acusación silente la oímos todos en el corazón: ¿dónde estabas , hermano? ¿dónde estarás, hermano?.
Pero el corazón no se purgó de esas preguntas, se le añadieron otras. Con mansedumbre, apoyados en la confianza, nos dejamos llevar donde no hubiésemos querido ir y como hubiésemos querido entrar. Y comprendimos en silencio no sólo el dolor de las víctimas sino el sencillo y activo mecanismo que hace posible que el malvado tenga una cierta ventaja.
Y no nos consoló lo que emocionaba el alma, aquellos acontecimientos que devenidos gesta deberían formar parte del patrimonio moral de la Humanidad. Glorificamos a los espartanos que en las Termópilas detuvieron a la tiranía y sin embargo no hablamos, no se habla, de los luchadores en los ghettos. Nombres dulces, jóvenes. Insistimos en la inocencia de las víctimas, en la generosidad de los sacrificios incluso de los pedagogos; pero descuidamos hablar de aquellos que hicieron posible la vida de otros con su sacrificio personal.
Y descubrimos con ellos que esa prioridad de valores, esa jerarquía de valores en la que la prioridad de salvar vidas, de no exponer ninguna existencia a peligros y sinsabores extraordinarios provinientes de aquellos que tienen como misión salvaguardarlos, conducía a una lucha intempestiva, encarnizada, atroz, que, paradójicamente no fue suicida porque hubo quien pudo sobrevivir. ¡Gloria eterna a los luchadores de los ghettos!
Y hay que desearles gloria y recuerdo eterno porque a la majestuosidad de la Yeshiva de Cracovia, símbolo de la pujanza y de la riqueza cultural de una comunidad que quería hacerse presente con identidad propia entre sus conciudadanos, que quería afirmar sus propios valores para sí misma, se les contrapuso ese saber elaborado por jóvenes, al filo de la necesidad más absoluta, desde la radical convicción de que salvar vidas requería otro tipo de saber y otra forma de moral que traspasase la interpretación habitual de ser bueno. Ellos nos descubrieron , a todos, que era necesaria otra forma de ser buenos, de construir una bondad que no fuese repetición del pasado o se pudiese confundir con el conformismo, sino que se alzase sobre los propios principios y los contrastase con la finalidad última de nuestros códigos morales. Así mientras que Primo Levi o Elie Wiesel nos acompañaban con sus palabras, ellos nos acompañaban con sus hechos y con las vidas silentes que sus hechos salvaron. Y por último aquellos lugares en los que no nos detuvimos. Cansados sobrepasamos en una rotonda por la noche una antigua sinagoga reconvertida en Biblioteca pública. Era Kelce, lugar donde se produjo el primer pogromo de posguerra en Polonia. No pudimos bajar a llorar a esas víctimas, no quisimos detenernos en ese pasado doblemente infame; después, en el paseo por Varsovia, descubriríamos ante el monumento a los héroes polacos, que la estatua de la Verdad -Prawda- , pudorosamente vestida, les acompañaba. Esa es la última imagen de Polonia. Un país que se llama igual que aquél en el que vivían tres millones de compatriotas que, en buena medida, viveron solos, sufrieron y murieron solos también. ¿Se puede construir una continuidad histórica sobre el mero recuerdo de los acontecimientos del pasado sin que se convierta esa memoria en un deseo intenso de dotar de vida nueva a esas cicatrices del pasado?
No puedo decir que haya encontrado esa pena auténtica que buscaba en el viaje a Polonia, más bien he encontrado una nueva forma de rabia y un cierto pesimismo. Me ha quedado la convicción de que hay que encontrar una nueva forma de ser bueno, diferente a las que hasta ahora se predican y me ha quedado la convicción profunda del fracaso de las ideologías en la prevención de lo que las justifica.
Mientras llega ese saber nuevo que nos justifique recordaré las palabras de Efraim Zurov, que recordaba la respuesta que Simon Wiesenthal, sobreviviente del Holocausto, daría a la interpelación que las víctimas le harían como justificación de su vida:yo no os olvidé.
Añado dos fotos que tomé en el viaje. Las dos pertenecen a las escaleras de ascenso en uno de los barracones de Auschwitz. El desgaste de la piedra por el pisar humano es la escultura del recuerdo en nuestros corazones.
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