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Yad Vashem está cerrado los sábados y días festivos judíos.
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Existe un antisemitismo con el cual no se puede discutir. Y hay otras formas con las cuales justamente se puede hacerlo. En este momento, existen las dos formas, y se debe actuar de acuerdo a ello. Pero ¿cómo distinguir la una de la otra?
“Un antisemita es quien odia a los judíos más de lo razonable.” Esta ambigua expresión resume la problemática de la definición. Si hay tantas formas de antisemitismo, ¿por qué considerarlo un único fenómeno, que sólo la paranoia de los judíos insiste en unificar?
Cuando se les niega la entrada a los judíos a un club exclusivo, ¿se parece esto a la expulsión de los judíos de su país de residencia? Los que obligaron a los judíos a vivir en guetos cerrados por cientos de años, ¿se parecen acaso a los que abrieron las puertas del gueto pero demandaron a cambio que los judíos se conduzcan y se vistan como todos los demás? ¿Qué diremos sobre los que discriminan en contra de los judíos pero también discriminan en contra de otros, tal como los musulmanes que fueron estrictos con respecto al estatus del dhimmi (no musulmán tolerado) tanto para judíos como para cristianos? ¿Tal vez no se trate de una enemistad específica contra los judíos? Y en cuanto a los que luchan contra los capitalistas, sean judíos o no: ¿cómo sabremos que esto es antisemitismo? ¿Y qué diremos del capítulo más serio del antisemitismo, el nazismo y el Holocausto, que tal vez nacieron del antisemitismo, pero tal vez, como dirán otros, fueron una combinación de crisis económicas, el fracaso del modernismo, el rechazo de la ideología universalista, presión social, insensibilidad burocrática, la fuerza del carisma – es decir, otra combinación de factores cuya relación con los judíos no es más que una coincidencia?
El antisemitismo presenta siempre por lo menos una de dos características permanentes. La primera es la voluntad de atribuir a los judíos atributos falsos y atacarlos a causa de ellos; la segunda alternativa es la voluntad de discriminar a los judíos por características que no les son exclusivas. Un ejemplo para la primera opción es atribuir a los judíos una sed de sangre especial, como la costumbre de matar niños no judíos o la intención de envenenar pozos de agua. Un ejemplo para la segunda opción es la discriminación contra los judíos por su codicia, como si ésta fuera exclusiva de los judíos.
Por miles de años no fue posible un diálogo entre los judíos y aquéllos que los odiaban, porque no había un común denominador. ¿Qué se le podía decir a un cristiano que creía, según Juan, que los judíos son los hijos del diablo? ¿Que Juan no lo dijo? ¿Que su fe está equivocada? Un musulmán que guardaba estrictamente el estatus especial de los judíos en la jerarquía musulmana, ¿sobre qué base se podía debatir con él? Se podía suplicar o persuadir, y por supuesto sobornar; era posible dirigirse al sentido comercial o político de los dueños del poder, con la esperanza de que defendieran a sus judíos por uno u otro interés. Cuando todo esto fallaba, los judíos se levantaban y se iban. Sin embargo, no se podía convencer a los enemigos de los judíos de dejar de odiarlos para su propio beneficio.
Todo esto hasta el siglo XVIII, cuando, de repente, sí se pudo mantener un diálogo, puesto que los pensadores del Iluminismo o Ilustración redefinieron la esencia del hombre y su relación con su mundo. Veían al hombre como una criatura pensante, capaz de entender y de cambiar al mundo gracias al poder de su pensamiento. Cuando la clave para entender la realidad es la capacidad del hombre para pensar, y no la religión que aprendió en casa de su padre, ¿qué sentido tiene la discriminación en base a la religión? Y aún más. Quien discrimina a otros por algo no racional como su origen, no puede definirse a sí mismo como racional. Quien quería quebrar el poder de la Iglesia, no podía estar a favor de la discriminación de los judíos. Quien aspiraba a una sociedad basada en principios universales, debía aplicarlos también a los judíos. O quizás, más precisamente: podía, por supuesto, seguir con su odio a los judíos, pero entonces se revelaría como hipócrita – y en la lucha en la que las ideas servían como arma política y social, la hipocresía era una desventaja. Aparentemente muchos de los que liberaron a los judíos de su gueto no los amaban especialmente, pero su coherencia ideológica prevaleció sobre sus preferencias personales.
La necesidad de ser coherente cambió desde la base la forma de confrontar el antisemitismo. Hace ya casi 200 años que judíos y no judíos ilustrados pueden unirse con el fin de luchar contra el antisemitismo. Cuando la difamación de Damasco llegó a Occidente en 1840, muchas personas allí estaban preparadas para creer que los judíos mataban niños, pero el pensamiento primitivo en el cual se basó la calumnia y su fundamento en confesiones que fueron arrancadas bajo terribles torturas generaron su repudio. Cincuenta años más tarde, Émile Zola y sus colegas lucharon durante el caso Dreyfuss por la imagen de la Francia ilustrada, y no por el destino personal de Dreyfuss (y Herzl y sus colegas renunciaron a la idea de que los ilustrados pudieran vencer en la lucha). El nazismo habló con ideas modernas de industrialización, eficiencia y burocracia, pero la base de la ideología de sus simpatizantes era el rechazo absoluto de la Ilustración. La clave del desarrollo del hombre no estaba, para ellos, en el pensamiento, sino en la sangre que corría en sus venas, y el camino para la salvación de la humanidad pasaba por la expulsión de aquéllos cuya sangre era dañina y por el sometimiento de aquéllos cuya sangre era inferior. Al principio, todavía los judíos y otros ilustrados trataron de luchar, hasta que fueron vencidos en 1933; los aliados occidentales entendieron muy bien que su guerra era una guerra por la libertad de pensamiento. La declinación temporaria del antisemitismo después del Holocausto reflejó no sólo los sentimientos de culpa después del asesinato de seis millones de judíos, sino también el horror frente al poder del irracionalismo nazi y la voluntad de establecer la vida sobre bases ilustradas.
Y ahora volvimos.
Al principio del siglo XXI, el odio a los judíos toma dos formas principales. El mundo árabe y en cierta medida el mundo musulmán están inundados de antisemitismo en su forma más brutal. Difamaciones burdas, teorías de conspiración, pero también una ideología religiosa profunda y desarrollada, como por ejemplo en los escritos de Sayyid Qutb. Así como en la Edad Media, tampoco ahora hay forma de debatir con los que piensan así, porque no hay ningún común denominador para el debate. El mundo árabe no pretende ser ilustrado en el sentido universal. Frente a tal odio, sólo podemos defendernos y no discutir.
La segunda forma de odio a los judíos es común en Occidente, y tiene dos caras. La primera, que es muy sorprendente, se expresa en la falta de una voluntad mínima en reconocer el odio que emerge del mundo árabe. Se podría esperar de aquéllos cuyo bagaje cultural incluye la lucha de 200 años para establecer la Ilustración, una lucha que comprendió sangrientas guerras, que identifiquen el peligro y que busquen caminos para enfrentarlo. Pero no. En vez de un intenso debate sobre las formas de enfrentar el retorno de una ideología anti-universal y llena de odios, hay un rechazo hacia quienes están dispuestos a hacer algo al respecto, con la excusa de que ponen en peligro la estabilidad o conspiran contra las bases del orden internacional – como si este orden fuera de algún interés para los que están llenos de odio. No es éste el lugar para determinar cuál es la mejor manera de enfrentarse al peligro – si con medidas militares, o diplomáticas, o educativas, o cualquier otra estrategia que se elija. El primer paso en cada situación posible debe ser el reconocimiento del peligro, y este reconocimiento tiene hoy sobre todo negadores.
La otra cara de antisemitismo en nuestros días es el odio al Estado de Israel. Efectivamente, cuando el sionismo se encargó de devolver a los judíos el poder político, les permitió también cometer errores que no se podían cometer antes. Efectivamente, el Estado de Israel hace uso extensivo de la posibilidad de cometer errores. Esta situación facilita a los que lo odian disfrazar su odio con una capa crítica sobre las decisiones erróneas y los actos erróneos. Y, sin embargo, una mirada bastante rápida alcanza para mostrar que la crítica en contra del Estado de Israel está caracterizada por las dos antiguas características del antisemitismo.
Las informaciones periodísticas hostiles a Israel están embebidas en la descripción de sus ciudadanos y sus soldados como sedientos de sangre. El espectador asiduo de la BBC o el lector diario del Guardian, el Independent o sus paralelos en los demás países de Europa, tendrá dificultad de no convencerse que los israelíes son ávidos asesinos de los palestinos, que los despojan de sus tierras y saquean sus posesiones sistemáticamente, estableciendo una política que tiene elementos de genocidio. Es cierto que los palestinos, ante su falta de esperanza y su frustración por la falta de soluciones, reaccionan de una manera deplorable, pero estos actos deplorables no son más que una reacción comprensible ante la persecución especial de los judíos...Israel es el único país en el mundo contaminado por el racismo, el único que todavía tiene un gobierno colonialista, el único que se merece el difícil título de ‘Estado del apartheid’. No hay hoy en día otro pueblo tan cruel como el israelí, y su crueldad es peligrosa para todo el mundo. Y esto es lo que ya dijimos: la voluntad de atribuirle a los judíos atributos falsos y duros.
Hay también una disposición –o mejor dicho: un gran deseo– de acusar especialmente a Israel cuando muchos otros son los pecadores. En un examen racional de violaciones de los derechos humanos en el mundo, Israel ocupa aparentemente un lugar no muy honorable en el medio. Hay países mejores, y especialmente aquéllos que no están amenazados por nada, y hay muchos países en donde la situación de los derechos humanos es mucho más seria que en Israel. Encarcelamientos arbitrarios, falta de procesos legales, limitación en la libertad de movimiento, de palabra, de organización y de asociación, torturas: en estos y en muchos otros campos sería deseable que la situación en Israel mejore, y sin embargo los suyos no con pecados especialmente severos en comparación con algunos países del mundo. La comparación no consuela a los israelíes que exigen que su país esté a la cabeza de la lista de los justos, y no en el medio de la lista de los pecadores, y eso es bueno, porque es su país y ellos son responsables por él. Sin embargo, los israelíes son el único grupo en el mundo que puede exigir perfección de sí mismo. El resto del mundo está obligado a criterios universales – y quien elija poner en relieve los pecados de Israel versus los pecados de los otros, se comporta como los antisemitas lo han hecho desde siempre: discriminando a los judíos por características comunes que no les son especiales a ellos.
Lo más serio y lo más perturbador en el antisemitismo occidental no es el hecho de que existe. Siempre existió. Lo que perturba es que sus portadores y sus difundidores son hoy en día las elites. Académicos, intelectuales, políticos, periodistas y formadores de la opinión pública, jefes de Iglesias. Justamente los círculos que se enorgullecen en su liberalismo son los que lideran este movimiento anti-ilustrado, son la cabeza del antirracionalismo, son los que destruyen lo que se consiguió con tanto trabajo y con tanta sangre durante más de 200 años.
Y esto es lo que les debemos decir: que su conducta es irracional, e hipócrita, y peligrosa para ellos mismos. Porque los enemigos de la Ilustración están golpeando a las puertas, y pronto irrumpirán si no son detenidos.
Yaakov Lazovik, Enero de 2004
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