Domingo a jueves: 9:00 - 17:00.
Viernes y vísperas de fiestas: 9:00 - 14:00.
Yad Vashem está cerrado los sábados y días festivos judíos.
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El 18 de abril de 1945 nacieron en libertad en Bergen-Belsen los primogénitos de dos mujeres: una de ellas de Vilna, y la otra de Kovno, que pasaron por guetos y campos de concentración y de trabajo. Aunque los padres no sobrevivieron y por lo tanto nacieron huérfanos, hubo una gran alegría, también entre los oficiales ingleses y los médicos del hospital de campaña de Bergen-Belsen. La alegría era especialmente grande entre las amigas sobrevivientes. Parte de ellas estaban débiles y enfermas, pero a pesar de todo se sentían todas parte de una misma familia, y todos los días iban a visitar a las madres y a los bebés.
En un enorme cuarto del viejo campo liberado había todavía 800 mujeres, enfermas y sanas, muy débiles algunas y algo más fuertes otras. El ejército inglés reunió 15,000 enfermos, de ellos 5,000 necesitaban una intervención quirúrgica. El ejército y la Cruz Roja desinfectaban por todas partes, y rociaban a los sobrevivientes con DDT en polvo. Los ingleses desocuparon los edificios del ejército alemán y de las SS para los enfermos y los demás sobrevivientes, y todos fueron trasladados a la parte nueva de lo que había sido el campo de concentración de Bergen-Belsen. Las mujeres fueron alojadas de a 14 en cada cuarto, y estaban muy satisfechas: ni se les ocurría que se podía también de otro modo, o sea una persona por cuarto. La mayoría habían quedado solas, y se encontraban bien así, juntas, como una familia. Antes que nada, debían entender que los alemanes habían perdido la guerra, y ya no volverían más, y también, debían aprender a vivir como mujeres libres. En ese entonces, ninguna de ellas tenía planes para el futuro. Solamente querían encontrar a los miembros de su familia que hubieran sobrevivido, para comenzar una vida nueva en otro lugar, en otra tierra – sólo que no fuera Alemania. Ciertamente, en los campos habían pensado en la venganza, pero finalmente la mayoría decidió dejarla en manos de Dios y de los ejércitos vencedores.
El 21 de mayo de 1945 los ingleses quemaron las barracas de los prisioneros en Bergen-Belsen. Parte de los sobrevivientes fueron trasladados a la ciudad de Diepholz, no muy lejos de Belsen, y allí se levanto un nuevo campo. Para superar la falta de personal médico necesario para el tratamiento del gran número de enfermos, el gobierno sueco, por medio de la Cruz Roja sueca, invitó a 6,000 sobrevivientes enfermos, liberados de los campos de concentración por el ejército inglés, a trasladarse a Suecia para recibir tratamiento en los hospitales que se habían levantado especialmente para ellos. Se enviaron camiones del ejército inglés al nuevo campo de Diepholz, para trasladar a los enfermos al barco anclado en el puerto de Lübeck en Alemania. Antes de la partida, la organización judía inglesa de ayuda, que tenía representantes en Diepholz, suministró ropa, comida kosher y objetos para el culto religioso, y preparó a la gente para la vida en libertad. Los camiones llegaron a Diepholz a medianoche – una larga caravana de vehículos de color marrón militar. Los candidatos a viajar permanecían de pie junto a las ventanas y al ver los camiones que venían a buscarlos los atacó el pánico; así era como los habían sacado de los guetos, y así los habían transportado hacia los campos de concentración. Se iban despertado el uno al otro, y todos corrieron a buscar un escondite. Los soldados que venían a buscarlos se asombraron: las puertas de los cuartos estaban abiertas, las luces encendidas – pero los cuartos estaban vacíos. Aquí y allá veían los soldados gente saltando desde las ventanas para desaparecer en la oscuridad de los jardines y la espesura de la arboleda, y no podían entender lo que ocurría: ¿Por qué huye la gente? Ellos habían venido para llevar a los enfermos a Suecia, ¡allí podrían recibir mejor comida, curarse y reestablecerse! Continuaron llamándolos por los altavoces – pero nadie volvió; tan grande era la semejanza con lo que habían sufrido en el pasado.
Finalmente, pudo ubicarse un oficial judío de la organización judía de ayuda, que se dirigió a la gente en ídish, y nuevamente se les explicó el motivo de la llegada de los camiones. Sólo entonces se tranquilizaron los sobrevivientes y salieron de sus escondites. Pero con todo, muchos de ellos todavía suplicaban a sus salvadores no transportarlos por la noche, y que no los acompañaran médicos o enfermeras alemanes. Al principio les era difícil entender esto a los ingleses que estaban a cargo – aún después que el oficial judío les explicara el terror de los sobrevivientes a los transportes de las SS. Los inglese decían que los “Bloody Jews” se habían enloquecido, pero al fin cedieron: se le prometió a la gente que ningún médico alemán o enfermera alemana los acompañaría a Suecia, y que se esperaría hasta la mañana para emprender el viaje. Con todo esto, se necesitaron todavía muchos esfuerzos para convencer, y palabras de estímulo para tranquilizar a los liberados que más sospechaban.
Por la mañana se agruparon los judíos inscriptos para el transporte, algo avergonzados pero preparados para el viaje. Según las listas que tenían los soldados, Bronia, del cuarto 8, también debía viajar. La buscaron – pero no la hallaron: había desaparecido. Su compañera de cuarto, Niveta, se acercó al oficial judío y le susurró al oído que Bronia temía viajar, y estaba escondida entre dos barracas. Cuando vio la estrella de David sobre la manga del oficial, accedió a hablar con él y explicarle su caso particular.
Bronia era una mujer de baja estatura, ojos negros y tristes, y muchas arrugas alrededor de sus labios delgados. Estaba envuelta en varios vestidos y un abrigo. Una mano sujetaba un atadito, y la otra se apoyaba sobre su corazón, como preparándose para jurar. Desde la guerra ella no le cree a nadie, pero ahora no le queda alternativa. Miró al oficial directo a los ojos y le dijo: “Yo, Bronia, supongo que allí afuera me buscan. Sí, me inscribí para viajar a Suecia. Perdí a toda mi familia, también a mis hijos los mataron. Me contaron que a mi marido también lo mataron, pero hace tres noches que sueño con él, y yo sé – estoy segura – que él vive. Aunque en las listas de los sobrevivientes no encontré su nombre, yo tengo la certeza de que él vive. No puedo viajar a Suecia, yo debo viajar de vuelta a Bergen-Belsen, porque es uno de los campos más grandes de Alemania, y allí debo esperarlo. ¡El vendrá! Ustedes deben creerme”.
El oficial inglés intentó persuadirla para que no perdiera la oportunidad de curar sus pulmones enfermos tan sólo por un sueño. Ciertamente, ella podría tomar contacto por carta con el Consejo judío en Bergen-Belsen, para que le enviarían las listas de sobrevivientes también a Suecia. Él intentó convencerla, pero Bronia lloraba, con un llanto amargo:
“Ustedes no me creen, pero les juro que yo sé. ¡Yo siento que él vive! No viajaré a Suecia, porque así me separaré nuevamente de mi marido por muchos años. ¡Yo debo esperar! Yo debo”.
Así fue que por la mañana salieron los camiones, sin Bronia, hacia el puerto de Lübeck. Durante ese viaje, que duró varias horas, murieron en camino hacia su recuperación unos setenta judíos, que fueron enterrados en la ciudad de Lübeck. El oficial judío llevó a Bronia en su automóvil militar al nuevo campo de Bergen-Belsen, dispuso para ella un lugar en un cuarto con compañeras de su ciudad, y le consiguió la tarjeta para que recibiera comida.
Los senderos del nuevo campo de Bergen-Belsen tenían un trazado simétrico, con flores y césped, como en una base militar alemana. Las lindas barracas, antes ocupadas por los hombres de las SS y por el ejército alemán, estaban ahora pobladas por los sobrevivientes judíos. Ellos deambulaban por los senderos mirándose unos a otros, buscando conocidos, familiares. Los soldados judíos del ejército inglés, los de la Brigada Judía, y los del ejército americano que venían a los campos, buscaban también ellos familiares. Cada uno que venía traía una lista, que le habían dado sus padres y conocidos con una esperanza en el corazón de que quizás tendrían éxito. Muy pocos fueron los que encontraron a quiénes buscaban. Faltaban seis millones de personas, que no volverían jamás.
Entre todos estos sobrevivientes y soldados vagaban por los senderos dos judíos: uno de ellos llevaba el uniforme del ejército polaco, y una estrella de David en su sombrero; era un rabino del ejército polaco. El otro, con el uniforme del ejército inglés, y una estrella de David en su brazo; también él era un rabino del ejército. En medio de uno de los senderos se encontraron.
“¡Shalom Aleijem! [La paz sea contigo – saludo] ¿De donde vienes?”
“¡Aleijem Shalom! [saludo de respuesta] Yo vengo de Londres ¿Y de donde vienes tú?”
“Yo nací en Tarnow, Polonia. Luché con el ejército polaco. Caí prisionero de los alemanes, y ahora nuevamente estoy con el uniforme del ejército polaco”.
“Ah, también mis padres son de Polonia. Mi madre viene de la ciudad de Limanowa, y mi padre de la aldea de Glogow. Tengo toda una lista de familiares y conocidos de distintas ciudades de Galitzia [provincia polaca]”.
“Mi nombre es Abraham Goldfinger. ¿ Cómo se llama su madre?”
“¿Qué dijo usted?”, preguntó el rabino inglés,”¿Goldfinger?. Ese nombre figura en mi lista. También mi nombre es Abraham. Aparentemente ambos llevamos el nombre del mismo abuelo”.
“Sí, mi padre era el hermano, carne y sangre de tu madre”, dijo el rabino Goldfinger.
¿Un caso raro? No necesariamente. Un abuelo en común y nombres iguales en una rama, la londinense, y en la otra, que permaneció en Polonia. Pasaban cerca los soldados ingleses, miraban y no podían entender: ¿que tenían en común uno con el uniforme del ejército de su majestad y el otro con el uniforme del ejército polaco, que se abrazan y se besan con emoción en medio del campamento de desplazados al finalizar la guerra? Se encontraron el uno al otro, hijos de una misma familia, de un mismo pueblo.
A los judíos les estaba permitido pasear libremente por cualquier lugar que quisieran. Por los senderos de Bergen-Belsen deambulaban hombres y mujeres vestidos de civil, limpios y arreglados. Aquí y allá se veían luces en las ventanas. Los pocos niños que había estudiaban en una escuela que se abrió en el campo. Hoy ellos cantan, bailan y juegan. La gente habla acerca de una nueva vida. De vez en cuando se ve una pareja que se abraza. ¡Mazal tov! [¡Felicidades!], planean la primera boda en el campo. Poco a poco comienza a sentirse el despertar de una vida nueva. Está claro que el campo sólo es un lugar de vivienda transitoria. Ya pasaron unos meses desde que los enfermos viajaron a Suecia, y escriben bellas cartas desde allí. Están contentos, los tratan bien.
Por un sendero, entre flores, camina una pareja, tomados de la mano. La mujer, bajita, bonita y arreglada, ojos negros y tristes, se detuvo. Se encontró con un oficial – el rabino militar inglés de la organización judía de ayuda, y le dijo:
“Shalom, señor. Veo que usted no me conoce. Yo soy Bronia. ¿Se acuerda de mí? Nos encontramos por primera vez en el campo de Diepholz, y con su bondad me ayudó a pasar a Bergen-Belsen. Solamente dos meses esperé aquí, obedeciendo a la voz de mi corazón que se hizo realidad, mi marido volvió a mí. Después de seis largos años de guetos y campos, nos volvimos a encontrar. Le agradezco con todo mi corazón, y jamás podré olvidarlo”.
Fuente: Masha Grinbaum, Jaím al pnei tehom [La vida al borde del abismo], Yad Vashem, Jerusalén, 1999, págs. 203-207
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