¿Cómo evitar que el turismo global convierta a los campos en una atracción más? ¿Qué decir a los sobrevivientes cuando el horror de la Shoah parece haberse naturalizado? Llegaron los turistas plantea estas interrogantes a partir de la historia de un berlinés obligado a hacer trabajo social en Auschwitz.
Parque Dachau
En los últimos años tuve la oportunidad de conocer dos campos de concentración nazis en Alemania. El primero fue Sachsenhausen, a menos de una hora en tren desde Berlín, esa ciudad que encarna la historia del siglo, donde ideologías contrapuestas se solapan en capas de urbanidad, donde las calles rebalsan de una, dos, mil memorias. Decidí llegar al campo por mi cuenta, sin tours ni guías. Al final de la tarde, estaba conmovido. Recuerdo que no tomé fotografías y tampoco pude escribir sobre la experiencia: creía que todos debían ver, tocar, oler, estar en aquél lugar para comprender acaso un poco más el horror de la Shoah; creía que no se podía seguir viviendo sin enfrentar a aquella deshumanización que se materializaba en la realidad del campo.
El segundo fue el campo de Dachau, en las cercanías de Múnich. Entonces viajaba con otros judíos argentinos, todos invitados por el gobierno alemán para conocer, entre otras cosas, las políticas de la memoria de la Alemania actual. Aún no sé si fue la modificación de las condiciones de viaje, la transformación de mi pensamiento sobre los campos o, simplemente, la inconmensurable cantidad de turistas que visitaron Dachau ese día. El hecho es que luego del recorrido -guiado esta vez-, comencé a sentir los campos de otro modo: visitar un campo de concentración parecía haberse convertido en una actividad obligada de cualquier viaje por Europa; el campo mismo, restaurado y acondicionado para la comodidad del turista, en un parque de atracciones sobre la muerte y la memoria (una memoria) de la muerte.
Llegaron los “turistos”.
Mientras observaba el comportamiento de los visitantes en el campo, repetía en mi cabeza la frase “llegaron los turistos” (así, reemplazando la a por la o, como la pronunciaría un extranjero que estuviera dando sus primeros pasos en el español). Sabía de la película y aunque aún no la había visto, su título me parecía preciso para definir lo que percibía a mi alrededor. El jueguito de la pronunciación ayudaba también, acaso a canalizar la angustia que desprendía aquel espectáculo.
El campo de Dachau es una de las principales atracciones turísticas de Múnich y su visita se ofrece en las agencias de turismo como parte de un paquete que puede incluir otras actividades de diversa índole, como conocer una fábrica de cerveza o cenar en una cervecería tradicional. Lo mismo ocurre en el pueblo (porque, antes de ser un campo, Dachau era -y sigue siendo- un pueblo), que además ha organizado un sistema de buses que dejan y recogen visitantes de la puerta del campo.
En el frío silencio de la proximidad al campo, lo primero que aparece es un negocio donde comprar bibliografía pertinente o una nueva memory stick para la cámara de fotos digital. Adentro, todo está dispuesto para el turista: en parte conservado, en parte restaurado, en parte reconstruido, el campo por momentos recuerda a un tranquilo cementerio contemporáneo, blanco, pulcro, ordenado; con las reminiscencias de la muerte escondidas debajo de prolijas lápidas disimuladas al ras de la tierra, en el lugar donde estaban las barracas. Una puesta en escena que inmediatamente hace olvidar las miserables condiciones de supervivencia en el campo, la deshumanización, el horror.
No menos chocante resulta observar en los visitantes idénticos comportamientos a los que desplegarían en cualquier otro lugar al que los conduzca su itinerario de viaje: un museo de arte renacentista, el monumento local obligado alla Eiffel, una iglesia medieval o un parque de diversiones. Oleadas de turistas de todas partes, de todas las ideologías y las religiones, siempre dentro de los límites de su idiosincrasia, pululan por el campo bajo distintos modos de agrupamiento: colectivos de japoneses o españoles que han comprado un paquete de diez días en Alemania, grupos de judíos argentinos y cursos escolares alemanes que hacen viajes de estudio, viajeros independientes, regimientos de la policía israelí o alemana, ancianos que llegan solos, familias con un hijo de tres años y otro apenas en cochecito. Todos abocados a una misma práctica: tomar miles de fotografías obligadas (como la del cartel Arbeit macht frei), disparar el flash compulsivamente en las mismas salas en las que los prisioneros eran desvestidos -ahora salas de exposición-, en las sucias e inhabitables barracas - hora pulcras y reconstruidas-, en las celdas de reclusión, en las cámaras de gas, en los hornos.
La segunda vez que estuve en un campo tampoco tomé fotografías, pero por motivos distintos: no quería contribuir a la espectacularización turística de la memoria. Quizá no se puede ver, tocar, oler ni estar en el campo, menos aún comprender ahí el horror de la Shoah. Quizá tampoco se puede enfrentar la deshumanización en Dachau, ahora que visitar un campo es turísticamente obligatorio; al final de la tarde, aquellos estudiantes de secundaria almorzarán sus viandas sentados a la sombra de una barraca o esperarán el colectivo arrojándose piedritas en la explanada donde los SS hacían la selección.
Sobrevivir en Oświęcim
Apelando al simbolismo, Llegan los turistas comienza con el arribo de un tren a la ciudad polaca de Oświęcim, donde los nazis construyeron el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. De un vagón baja Sven Lehnert que, cargando mochila y valija y sin hablar una palabra de polaco, toma un taxi que se ofrece al Auschwitz Museum. El recorrido, que atraviesa barrios y plazas, finaliza cerca de la multifotografiada entrada a los andenes del campo.
Sven es un joven alemán que vive en Berlín, designado para realizar su servicio social (optativo al servicio militar) en Auschwitz, aunque hubiera preferido Ámsterdam como destino. El director del museo le designa varias tareas: ayudar en el comedor y colaborar con los grupos de estudiantes, pero principalmente asistir a Stanislaw Krzeminski, un sobreviviente del campo que a pesar de haber superado los ochenta años sigue trabajando. Sven será el encargado de ayudarlo con las compras y de llevarlo y traerlo a donde quiera que vaya: a sus sesiones de fisioterapia, a la casa de su hermana, a una reunión de amigos.
Stanislaw vive en los dormitorios del centro de estudios de Auschwitz, a metros del campo. Trabaja solo en un antiguo taller, dedicado a restaurar las valijas arrebatadas a los deportados, que ahora son exhibidas en una vitrina en la misma sala donde eran amontonadas durante la guerra. Es, además, un sobreviviente que da testimonio sobre su experiencia en el campo frente a distintos grupos de estudios.
Finalmente, un tercer protagonista completa la trama: Ania Lanuszewska, una muchacha polaca nacida en Oświęcim, que trabaja diariamente como guía de turistas en el campo.
Los debates que instala y las interrogantes que despierta la lúcida película del director alemán Robert Thalheim, se suceden alrededor de estos tres personajes: de sus propias incertidumbres, de sus diálogos, sus discusiones, sus tensiones, sus acercamientos y sus relaciones con un contexto particular que los determina: Sven no puede no ser un alemán que cumple servicio en un campo (“el ejército alemán está de nuevo en Auschwitz”, bromean los jóvenes polacos sin que Sven entienda una sola palabra de los que dicen, aunque lo imagine); Ania no puede no andar en bicicleta con naturalidad por calles que antes fueron las del campo, o no entender que la economía de su ciudad se sostiene por el movimiento que genera el turismo del campo; por último, Stanislaw no puede no sentirse necesario en ese lugar que lo ha atravesado, ya sea reparando las valijas que como prisionero tuvo que expropiar o intentando transmitir una y otra vez su experiencia del horror.
Sin embargo, hay en Llegaron los turistas otra historia que atraviesa la de estos personajes: una empresa alemana ha comprado una fábrica polaca y, argumentando “responsabilidad social empresaria”, decide construir un monumento a las víctimas del campo. A la inauguración asisten empleados y ejecutivos alemanes recientemente radicados en Polonia, pero también el director del museo y un gerente que ha viajado especialmente. Han invitado también a Stanislaw, que está a cargo de las palabras de la ceremonia de inauguración.
in embargo, cuando todavía no ha transcurrido siquiera la mitad de su testimonio, la ejecutiva a cargo del protocolo lo interrumpe dando por finalizado su discurso (“porque estaba perdiendo impacto”, dirá luego). El sobreviviente queda atónito. Inmediatamente después ella lo invita a fotografiarse junto al gerente, el director y el novísimo monumento. Entonces Stanislaw lo comprende todo: él ya no es necesario; los intereses políticos y económicos han deglutido su memoria de la Shoah.
La película de Thalheim recupera parte de la crítica al uso turístico de los campos que ensayamos al comienzo, sin negar la existencia de ciertos usos educativos de estos “museos”. Pero acierta en ir aún más lejos, escarbando más profundamente en el problema, a través de la crítica al uso comercial de los propios sobrevivientes, de sus historias, de sus imágenes. De alguna forma, Sven se lo dirá a la ejecutiva: la deshumanización de los campos, la objetivación e instrumentalización de la vida, se ha naturalizado en la época contemporánea.
Mantener la incertidumbre
Durante los créditos finales, me preguntaba qué hacer con los campos sesenta y seis años después.
¿Cómo no apoyar iniciativas de educación sobre la Shoah o acciones de conservación de los campos? ¿Cómo impedir el olvido sin estas políticas de la memoria? Pero, al mismo tiempo, ¿cómo evitar que estas políticas, enmarcadas en un contexto de turismo global, conviertan a los campos en una atracción más, obligatoria de cualquier paseo por Europa? ¿Los campos deben ser sagradas y silenciosas tumbas, museos interactivos para todo público, parques temáticos o lugares que anulen la posibilidad de la palabra? ¿Qué hacer con los
campos, qué decir a los sobrevivientes, cuando el horror de la Shoah de una forma u otra parece haberse naturalizado hasta resultar invisible? ¿Cómo podrían hoy conmovernos hasta el silencio de palabras e imágenes? Sólo encuentro una respuesta posible: seguir planteando las preguntas que permitan pensarlo, mantener la incertidumbre que nos moviliza. Preguntar y callar, como hace Llegaron los turistas
Fuente:
Benasayag, Ariel (2011) “Llegaron los turistas: Usos turísticos de los campos, usos comerciales de los sobrevivientes”. En Periódico Nueva Sión, N° 962, Año 63, diciembre. pp. 18-19. Buenos Aires: Tzavta. Disponible en línea