A través de una dirección que logra transmitir texturas y sensaciones de una Alemania devastada tras la finalización de la Segunda Guerra, la película de Cate Shortland narra la historia de una niña que emprende una travesía que pondrá en duda sus certezas; un viaje que, con algunas diferencias, recuerda el periplo identitario de Solly en Europa Europa.
La casa (o el destino marcado por la familia)
Lore cepilla su cabello en una bañera de agua tibia. Liesel, su hermana menor, salta descalza entre el cielo y el infierno de una rayuela dibujada en las enormes piedras de su patio. El perro ladra. Por un momento, el mundo de las niñas se detiene ante la sospecha de la visita. El ruido de un camión del ejército termina de interrumpir la tranquilidad de la gris tarde. Lore sale de la bañera y, sin siquiera secarse, se asoma por la ventana. Sobre una silla cuelga el pardo uniforme de las juventudes hitlerianas, con su insignia romboidal roja y blanca, y la negra esvástica.
Detenido en las silenciosas escaleras de madera, aparece por primera vez el rostro de Lore: sus doce años ya permiten vislumbrar que ha comenzado a dejar atrás la infancia. Escucha a sus padres discutir: deben empacar, sólo podrán llevar lo que entre en el camión. “¿Vendrás, papá?”. “¿No le vas a responder?”, reprocha su madre. El padre, un exhausto oficial nazi, mira a la hija que acaba de abrazar, todavía mojada, y calla.
Lore empaca la vajilla de plata. Su madre fuma, nerviosa. Su padre sostiene en brazos al quinto hijo, por primera vez. Liesel se encarga de cambiar niño, mientras los gemelos Gunter y Jürgen trasladan carpetas y papeles sueltos. La madre envuelve un adorno hecho de vidrio. El padre quema documentos confidenciales y fotografías en una gran hoguera, en el patio. Antes de partir, le dispara al perro.
Corre el año 1945 y los ejércitos aliados obligan el repliegue de los soldados alemanes: en pocos días Berlín habrá caído y la guerra estará perdida. La familia de siete se refugia en una pequeña cabaña, en el corazón de la Selva Negra. Lore espía a sus padres, que tienen sexo, que se insultan, que se golpean. El padre desaparece repentinamente. A los pocos días también la madre -que ha decidido huir o entregarse, lo mismo da-, los abandona. Pero antes, junto con sus joyas, deja instrucciones precisas a Lore: “Lleva a tus hermanos a la casa de la abuela. Toma el tren a Hamburgo. Y no olvides quién eres”.
El viaje (o la posibilidad de ser otro)
La novela The Dark Room, publicada en 2001 por la escritora Rachel Seiffert, narra tres historias de la Alemania de pre y posguerra: la de un fotógrafo berlinés que expresa su fervor patriótico a través de su obra; la de una niña que guía a sus hermanos a través de un país devastado; y la de un profesor que debe hacer frente a la participación de su abuelo durante la guerra. La directora australiana Cate Shortland escogió traducir al cine el segundo de estos relatos y así es como queda planteado el conflicto central de Lore: en esa Alemania desolada y dividida entre las naciones triunfantes, donde los vecinos prefieren evitar a quienes fueron miembros activos del régimen y los trenes han dejado de funcionar, Lore debe atravesar el país a pie, cuidando a sus hermanos camino a la casa de la abuela.
Sin embargo, como en toda película que muestra el desarrollo de un viaje, lo más significativo de Lore parece ser la posibilidad de contemplar las contradicciones e incertidumbres que la niña experimenta en su traslado, las decisiones que debe tomar frente a cada nueva situación, despojada del brazo protector y el armazón de seguridades que ofrecía la vida familiar.
Al igual que en otra película que ya hemos recuperado en este espacio, la de Lore es ante todo una travesía que atañe a la identidad: en Hitlerjunge Salomon (1990) de Agnieszka Holland -mal traducida como Europa Europa y basada en el relato autobiográfico de Solomon Perel-, un niño judío alemán era obligado a dejar su hogar, escapando de la violencia nazi rumbo a la Unión Soviética. Entonces su padre también le demandaba, al igual que la madre de Lore, que no olvidase quién era.
En aquel relato, la identidad de Solly, postergada siempre ante la necesidad de supervivencia, se ve puesta en juego en cada escena. No sólo en el orfanato de formación comunista, en el frente de batalla alemán o en la mejor de las escuelas para las juventudes hitlerianas: las persistencias, las debilidades, las paradojas de su identidad (debiera acaso utilizar el plural) quedan aún más claramente expuestas en su desesperada imposibilidad de establecer cualquier vínculo sincero con los otros (amistad, sexo, amor), en la desesperante dificultad de encontrar un momento de verdadera tranquilidad, de soledad, de intimidad.
Lore ha nacido en un hogar distinto al de Solly, incluso en un mundo social, económica e ideológicamente antagónico. Los motivos que empujan a ambos jóvenes a sus travesías son igualmente diferentes pero, en cierto sentido, también semejantes: es la misma guerra la que divide, la que expulsa, la que aleja. Y es el mismo desamparo desgarrador el que sienten, justo en ese momento vital cargado de incertidumbres y tensión sexual en el que perciben que han dejado de ser niños.
Pero si a pesar de sus esfuerzos Solly nunca llega a sentirse completamente cómodo entre sus otros (polacos, comunistas, nazis), en la historia de Lore es precisamente el encuentro con el otro -el judío, ese otro al que le han enseñado a odiar, al que ha aprendido a odiar y al que está segura que odia- lo que pone en jaque una y otra vez sus conocimientos, sus mandatos, sus certezas, al punto de hacerla estallar en mil pedazos.
Una última impresión respecto de Lore leída en paralelo al filme de Holland, que dice tanto de la intensidad dramática de ambas películas como de las transformaciones en los modos de hacer cine. En contraposición a Hitlerjunge Salomon, que presentaba una narración bastante clásica, encuadres estáticos y tradicionales y una voz en off que dejaba poco librado al juicio de la audiencia, la película de Shortland está construida a partir de cientos de planos-detalle tomados desde ángulos poco usuales, unidos en un lienzo agujereado que no puede sino exigir al espectador la elaboración de sus propias interpretaciones. Más que de palabras y acciones, se trata de un cine, si se quiere, de texturas y de sensaciones.
Fuente:
Benasayag, Ariel (2013) “Lore: Ser lo que han hecho de uno (o elegir ser alguien más)”. En Periódico Nueva Sión, N° 972, Año 63, agosto-septiembre. pp. 19. Buenos Aires: Tzavta. Disponible en línea