Domingo a jueves: 9:00 - 17:00.
Viernes y vísperas de fiestas: 9:00 - 14:00.
Yad Vashem está cerrado los sábados y días festivos judíos.
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El partisano Abba Kovner solía contar la historia de una mujer judía que había conocido en Vilna cuando llegó con las tropas soviéticas a las ruinas del gueto. Durante casi un año la mujer y su hija pequeña habían estado ocultas en un recoveco estrecho y al producirse la liberación salieron por primera vez del escondite. Viendo a su madre romper en llanto mientras contaba por primera vez sus peripecias, la niña preguntó: “Mame, ¿men tor shoyn veynen?” (¿mamá, ya se puede llorar?).
El 9 de mayo de 1945, cuando los alemanes capitularon finalmente ante las fuerzas de los Aliados, se expandió por el mundo una inmensa alegría. Había llegado a su fin la más horrible de las guerras, una contienda que había desatado destrucción de una escala sin precedentes. Cerca de 60 millones de muertos; millones de refugiados de todas las nacionalidades imaginables, desparramados a lo largo y ancho de Europa; economías e infraestructuras destrozadas. Soldados soviéticos y norteamericanos se entremezclaron sobre las ruinas humeantes de Berlín y por todo el continente recién liberado de las garras del régimen nazi se sucedieron paradas militares y festejos populares.
Solamente un pueblo no participó de la euforia general: los judíos europeos. Para ellos la victoria llegó demasiado tarde. El día de la liberación, por el cual soñaron los judíos durante los años del Holocausto, fue para la mayoría una jornada de crisis y vaciedad, colmados de una sensación de soledad embargadora cuando tomaron consciencia de la magnitud de la destrucción personal y colectiva.
Al finalizar la guerra, a principios de la primavera de 1945, se comprobó que alrededor de seis millones de judíos habían sido asesinados – cerca de un tercio de la judería mundial. Los remanentes estaban dispersos a lo largo y ancho de Europa. Decenas de miles, supervivientes de los campos y las marchas de la muerte, fueron liberados por los Aliados en suelo alemán y otros lugares, en un estado de deterioro físico severo y de conmoción emocional. Otros emergieron por primera vez de sus escondites, se desprendieron de identidades asumidas o se separaron de las unidades de partisanos a las que se habían incorporado y en cuyas filas habían luchado por la liberación de Europa. Como consecuencia de acuerdos internacionales firmados después de la guerra unos 200.000 judíos comenzaron a encaminarse paulatinamente al oeste desde la Unión Soviética, a la cual habían huido y en cuyo suelo consiguieron sobrevivir a los años de la guerra.
Con la liberación surgieron preguntas incisivas: ¿cómo podrían volver a vivir una vida normal, construir familias y hogares? Habiendo sobrevivido, ¿qué obligación tenían ante las víctimas? ¿Era su deber preservar y conmemorar su legado? ¿Vengarlos, tal como se los exigieron antes de ser asesinados? La gran mayoría de los supervivientes no eligieron el sendero de la venganza sino el de la rehabilitación, la construcción y la creatividad, a la vez que conmemoraban el mundo que había desaparecido.
Durante el Holocausto vivieron bajo la impresión de ser los últimos remanentes de su pueblo. Sin embargo después de la liberación salieron en búsqueda de familiares y amigos que podrían haber sobrevivido a pesar de todo. Muchos decidieron volver a sus hogares de preguerra, pero el encuentro con la destrucción era insoportable. En algunos lugares, especialmente en Europa oriental, se toparon con estallidos gravísimos de antisemitismo. Alrededor de 1.000 fueron asesinados en los primeros años de la posguerra por habitantes
locales. El suceso más notorio fue el pogromo de Kielce, Polonia, en julio de 1946, cuando polacos atacaron a sus vecinos judíos –algunos de ellos los únicos supervivientes de familias enteras- y en el cual fueron asesinados 42 individuos y muchos otros resultaron heridos.
El pogromo de Kielce constituyó un punto de inflexión en la historia de Sheerit hapleitá, -el remanente que sobrevivió, como comenzaron a ser apodados los supervivientes- en Polonia. Para muchos eso significó la prueba final de la imposibilidad de reconstruir la vida judía en esas tierras. Durante los meses posteriores al pogromo se intensificó el flujo de emigrantes desde Europa oriental, que trataban de cualquier modo de dirigirse al oeste y al sur. Jóvenes supervivientes, junto con delegados y soldados de la tierra de Israel, asistieron y
dirigieron ese éxodo, la emigración masiva conocida como Ha-Brijá, "el escape".
Esto significó un intento de gran escala de trasladar tantos judíos como fuera posible a las zonas de Alemania controladas por tropas norteamericanas y británicas, como un primer paso a la salida definitiva de Europa. Al llegar a esos territorios los refugiados se unían a las decenas de miles de supervivientes liberados en Europa central; todos estos grupos se terminaron concentrando en campos de desplazados situados en Alemania, Austria e Italia. En no pocas ocasiones estos campos fueron establecidos en los sitios donde habían funcionado campos de concentración nazis, entre ellos Bergen-Belsen y Buchenwald.
Las actividades desarrolladas por Sheerit hapleitá en los campos de desplazados constituyeron una expresión vigorosa de los esfuerzos que invirtieron los supervivientes para retornar a la vida después de la guerra. Ya durante los primeros días y semanas después de la liberación comenzaron a recuperarse y organizarse, a pesar del duelo, la debilidad física y las enormes dificultades. Formaron nuevas familias, establecieron un liderazgo independiente, instituciones educativas y asistenciales para niños y adolescentes, publicaron decenas de revistas y periódicos, reunieron testimonios sobre la suerte de los judíos durante el Holocausto y se constituyeron en un factor de peso en las actividades internacionales del movimiento sionista antes del establecimiento del Estado de Israel.
Al mismo tiempo muchos de los supervivientes trataban de abandonar los países europeos y emigrar a lugares en los que podrían reconstruir sus vidas y sus hogares. Alrededor de dos tercios decidieron abandonar Europa y se dirigieron a la tierra de Israel. Sin embargo el traslado a esta implicaba una lucha formidable contra las limitaciones impuestas por las autoridades del Mandato Británico a la entrada de los refugiados judíos al país. Como parte del intento de remover los impedimentos se organizó un movimiento de emigración ilegal – Haapalá. En su marco los supervivientes abordaban barcos desvencijados en varios puertos del Mediterráneo y partían hacia la tierra de Israel. El tercio restante emigró a los Estados Unidos, Latinoamérica, Sudáfrica, Canadá y Australia.
La Haapalá y la emigración a otros países constituyeron una etapa crucial en el proceso de recuperación de los supervivientes. Todos contribuyeron, cada cual a su modo, en la construcción de un mundo mejor para ellos, sus hijos y las generaciones venideras, que nunca conocerán los horrores del Holocausto. Como señaló Riva Chirurg, quien perdió decenas de miembros de su familia en el gueto de Lodz y en Auschwitz: "Si más de 20 personas, de las segunda y tercera generación, vendrán a sentarse alrededor de mi mesa en el Séder de Pésaj, mi parte está cumplida."
La autora es la Historiadora Principal de Yad Vashem
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