En una entrevista publicada por primera vez en el boletín electrónico en hebreo para educadores, Shela Altaraz, (apellido de soltera Tzion), describe las dificultades que soportó durante la guerra cuando tenía ocho años, algunas de las cuales recuerda con gran detalle. Durante la entrevista, explica: «He adoptado un hábito: no quiero saber demasiado. Lo que sé es suficiente. ¿Por qué no pregunté? Porque no quiero. No necesito más dolores de cabeza y de estómago». Contra todo pronóstico, sobrevivió a este terrible viaje en un desolador aislamiento, permaneciendo como la única sobreviviente.
La familia de Shela
Nací en 1934 en Štip, Macedonia. Yo era la hija menor. Mis dos hermanas estaban casadas. Mi hermana Julia estaba casada con Solomon y vivía en Štip, y mi hermana Bella, que estaba casada con David, vivía en Kosovo. Mi hermano Moiz estudió medicina y era doce años mayor que yo. Fui muy querida y mimada. Nunca más he presenciado el amor que recibí de niña por parte de mi madre, hermanas y parientes. Yo era una niña muy traviesa. Mi padre, David Sion (Tzion), era un comerciante de ganado y tenía un matadero kosher que suministraba carne al ejército y a toda la ciudad, e incluso exportaba algo a Grecia. Nuestra familia era muy rica. Mi madre, Dodan Sion, era ama de casa. Era alta, morena, delgada, la mujer más hermosa del mundo, si es que tal cosa existe.
Éramos una familia tradicional y observante, al igual que todas las familias de Štip. Conocíamos a familias cristianas, pero nuestra relación era casual, como cuando jugábamos en la calle. Ningún cristiano entró en nuestra casa, y que yo sepa, el resto de los judíos tampoco tuvieron invitados cristianos en sus hogares. Tenían mucho miedo a la asimilación, por lo que la práctica kosher se observaba estrictamente de esta manera. Las festividades siempre se observaban ritualmente. Recuerdo que, durante Pésaj, la pascua judía, toda la comida se preparaba en casa y nos enviaban a una panadería especial solo para judíos. En casa seguramente hablábamos ladino. No me di cuenta de que hablaba ladino hasta que, más tarde, descubrí que lo hablo tan bien que debe ser mi lengua materna.
La sinagoga estaba en el centro de la ciudad. Estaba en un edificio de dos plantas con una escalera, y debajo había una cafetería con mesas y sillas pequeñas. La gente se sentaba allí, judíos y gentiles, tomando café juntos. El rabino tenía el cabello gris y pensaba que era un anciano. Como nunca conocí a mi abuelo, adopté al rabino como mi fuera mi abuelo y él me mimó.
Estudié en una escuela cristiana por las mañanas, pero por las tardes iba a la escuela judía. La vida era normal y buena, nos llevábamos muy bien con nuestros vecinos cristianos y jugábamos a la pelota o al pillapilla como todos los niños. Era muy divertido.
Experiencias de casa, del pueblo de Štip
Si pudiera dibujar, dibujaría cada rincón de casa, lo recuerdo todo. La casa era una casa de dos plantas. Desde la calle principal en la que vivíamos había que bajar tres escalones. La casa tenía una sala de estar, un salón, donde que había una chimenea, una mesa de comedor y un sofá, en el que quien estuviera cansado después de las comidas podía recostarse. Arriba estaban los dormitorios. Solíamos preparar bebidas alcohólicas en nuestra casa. Recuerdo que un día se abrió la puerta del sótano. Entré y vi un enorme frasco de cerezas. Tomé una cereza, y otra, y otra, y probablemente me emborraché y me quedé dormida allí en el sótano. Mi madre me buscó por todas partes, yo era la pequeña y ella estaba loca por mí y me cuidaba… me fueron a buscar a la tienda de mi padre. Hasta que me desperté. «¡¿Dónde estabas?!» - «Había unas cerezas, estaba aquí…» Luego se dieron cuenta de lo que pasó.
Mi ciudad, Štip, era muy hermosa en ese momento. Pequeñas casas, un río que atraviesa el pueblo, pequeños puentes que conectan las dos orillas. Me gustaba mucho. Solía andar libremente. Con siete años, ya conocía a todos. No había coches, ni limitaciones, ni miedo ni estrés. Recuerdo que, en ocasión de Purim, me mandaron con un paquete de comida tradicional para mi tío, que vivía al otro lado del río. Pasé el puente y vi a unos amigos que jugaban en la orilla del río. «Ven, Rójale», me llamaron. Dije: «Estaré allí pronto. Solo tengo que entregar el paquete». Sin querer, me incliné demasiado y caí al río. El arroyo me llevó bastante lejos, hasta que alguien de la cafetería saltó y me sacó. Así es como sobreviví la primera vez. Fue espantoso…
31 de marzo: deportación de todos los judíos de Macedonia ¿Qué recuerdas de este evento?
Antes de la guerra, mi padre murió de apendicitis a pesar de ser un hombre fuerte, guapo y joven. No había cura en ese momento. Toda la familia se reunió durante la shivá, los días de duelo. Mis hermanas casadas regresaron a casa al igual que mi hermano, el estudiante de medicina. En uno de esos días en que estábamos todos en casa, hablamos hasta media noche y estábamos felices de estar juntos. Recuerdo que dijeron: «Tenemos tanta suerte de tener a esta pequeña, que desvía nuestros pensamientos del dolor por la muerte de nuestro padre». Yo estaba caminando entre ellos, y escuché todo… y nos fuimos a dormir. De repente, en medio de la noche escuchamos rifles golpeando la puerta. Alguien la abrió y dos soldados armados, creo que búlgaros, vestidos de uniforme, gritaron: «¡Levantaos! Vestíos rápido. En media hora estaré abajo frente a la casa. No llevéis ropa ni pertenencias. Si queréis, podéis llevar algunos objetos de valor». Nos vestimos y todos se llevaron lo que tenían consigo. Bajamos a la calle y vimos una larga fila de personas. Fue a las cuatro y media de la mañana del 11 de marzo de 1943. Estaba lloviznando y hacía frío. Llevábamos sombreros y abrigos. Caminábamos en una larga procesión y, a medida que avanzábamos, más personas se unieron desde las casas, en el camino hacia la estación de tren. En la estación, vimos gente sentada en una mesa con bolígrafos y papeles, y rápidamente nos revisaron. Yo llevaba aretes de oro y mi madre tenía anillos y joyas. Nos arrascaron y arrebataron todo. Nos registraron los bolsillos, palparon las costuras de nuestra ropa y nos quitaron todos los objetos de valor y el dinero. Recuerdo que nos los arrancaron directamente de nuestros cuerpos, me dolían las orejas. ¿Y quién los arrancó? ¡Mi maestra de escuela! Fui hacia ella. Me alegraba de ver a mi maestra…. «¡Scram Chipotka (término despectivo para los judíos)! ¡Si no, te mataré!» No podía creer lo que oía…ves a una maestra con la que estudias todos los días, y de repente es tan aterradora. La maestra anotaba lo que les quitaban a los judíos. Todo estaba organizado.
El andén del tren el 11 de marzo de 1943
Después de pasar la inspección, estábamos hacinados en un tren de carga, quien no podía subir, le empujaban hacia dentro. Mi madre me apretó la mano para que pudiéramos subir juntas. Ese fue mi primer shock. Estaba tan asustada. Fuera hacía frío, pero cuando entramos en los vagones del tren no había aire. Hacía calor, no había ventanas, ni salidas de aire, y estaba increíblemente lleno de gente. Recuerdo que ni siquiera podía mover los brazos. Yo era una niña pequeña y todos eran altos y comencé a llorar. Entonces aprendí que no debía llorar. «¡No llores! ¡No llores, niña!» esa fue la primera vez que me dijeron que no llorara. Y no recuerdo haber llorado mucho desde entonces durante ese período, realmente no lo hice.
¿A dónde te deportaron?
Viajamos en estas condiciones de hacinamiento durante tres o cuatro horas hasta Skopie, la capital de Macedonia. Allí había una fábrica de tabaco llamada Monopol. Macedonia era conocida por su buen tabaco. Cuando llegamos allí, nos llevaron rápidamente a las habitaciones. ¡Nunca había visto una habitación tan grande! Había cuatro filas de literas para dormir, cada una con tres niveles. Las ventanas fueron tapiadas y cementadas. La única luz en la entrada era de una bombilla que colgaba de un alambre y otra al final de la habitación. Tenía miedo y no quería entrar. Había unas quinientas personas de Macedonia y de Grecia. A toda la familia se le asignó literas. Estábamos en el tercer nivel. Mamá, mis dos hermanas y yo estábamos en el cuarto de mujeres y los hombres en otro, mi hermano y mi cuñado. Las literas para dormir estaban construidas de tal manera que solo yo podía sentarme erguida, los adultos solo podían acostarse. La vida allí no era fácil: suciedad, hambre, hacinamiento... Solo podías ir al baño de vez en cuando. Esa era la única salida permitida de la habitación. Había bebés y ancianas, y todo el mundo se acostaba boca arriba o boca abajo. No hubo trabajo. Como gallinas anidaderas, con una bombilla delante y otra atrás, acostadas todo el tiempo. A menudo pedía ir al baño. Junto a la habitación y en el camino a los baños había soldados armados, como si hubiera un ejército a punto de atacarles. Solo había tres baños. No había posibilidad de lavarse las manos y la cara, y mucho menos ducharse. Nos íbamos a dormir y nos despertábamos con la misma ropa. No había colchón ni manta, usábamos nuestro equipaje como almohadas. Colocábamos nuestros zapatos junto a la almohada. Tiraban la comida, pedazos de pan, porque no podían entrar, porque había mucha gente. No recuerdo haber bebido durante ese tiempo. No recuerdo nada de agua. A veces nos traían pescado en salazón, que solo aumentaba la sed, y otras veces otros alimentos secos que podían arrojar a las mujeres en las literas. Viví allí, así, durante unas tres semanas.
Liberación de Monopol
Un día llamaron a mi hermana y le dijeron: «Toma tus cosas y vete». (Bella era ciudadana italiana desde que Kosovo estaba bajo dominio italiano). Toda la familia bajó para acompañarla. Nos abrazamos, lloramos y nos despedimos. Mientras tanto, mi madre me empujó hacia ella y le dijo en ladino: «Toma esta chikitika», toma la pequeña. ¿Quién puede decirle que no a mamá? Ella se dio la vuelta, tomó mi mano y dijo: «¡Ve!» y así salimos. Desde el momento en que nos fuimos, su mano temblaba terriblemente y la apreté fuerte. No entendía por qué temblaba tanto. Caminamos unos cien metros hacia la salida, donde nos inspeccionaron. Ni siquiera preguntaron por mí, no me prestaron atención. Probablemente Bella tenía miedo de que la atraparan por sacarme así sin permiso. Hubiera sido una sentencia de muerte, eso es seguro. En el momento en el que estábamos fuera, ella se echó a llorar y yo lloré con ella. No entendí por qué lloraba, pero yo también lloré. Ella tenía 24 años, y creo que tuve suerte de que no me notaran.
A medida que nos alejamos escuchamos un gran tren de carga, no sé si mi familia logró regresar a las habitaciones. Empezaron a arrastrar personas, bebés, ancianos y mujeres embarazadas. Hubo llantos, gritos de prisioneros, gritos de soldados, golpes con látigos y rifles. Las personas que llevaban acostadas durante tres semanas no podían moverse, no podían caminar...Los arrastraron y empujaron a los carruajes, y mi hermana dijo: «Se los llevan. Se los están llevando». Vimos todo esto desde la cima de una colina, todavía no habíamos llegado muy lejos. Fue indescriptible...un ruido horrible. Estaban metidos en los vagones de la misma forma que nosotros la primera vez. Todos fueron deportados a Treblinka, pero yo no lo sabía entonces. Fue la última vez que vi a mi familia. En algún momento me quedé dormida, pero mi hermana se quedó despierta para verlo todo. Nunca hablamos de eso, nunca lloré. Nunca. Evité hablar con ella sobre lo sucedido, tal vez para evitárselo... y ella no me habló, tal vez para no ponerme triste.
¿Qué hicisteis? ¿Dónde fuisteis?
Esperamos hasta que salió el sol a la mañana siguiente y luego viajamos a Pristina, donde vivía la suegra de Bella. Su suegra nos recibió, pero fue una bienvenida reservada. Ella estaba amargada. Su hijo David, el marido de mi hermana, era un soldado prisionero de guerra yugoslavo capturado por los italianos. Bella comenzó a trabajar como costurera y yo me quedé con su suegra. Por la mañana, me dio una rebanada de pan y me pidió que saliera de casa hasta bien entrada la noche. Cuando regresé, mi hermana me gritó: «¿Qué estás haciendo fuera hasta tan tarde? ¡Podrían secuestrarte! ¡Yo tampoco puedo cuidar de ti!» No se lo conté a pesar de que la historia se repitió todos los días. La vida de mi hermana no fue fácil. Un día decidió suicidarse y lamentablemente vi todo. La vi en sus últimos momentos y me miró a los ojos como si pidiera perdón. Al cabo de un rato llegó el cochero y se la llevó. Corrí tras ella. Quería estar con ella. Creo que fue él quien la enterró. No hubo funeral. Me quedé solo con la suegra y le tenía miedo.
Dos días después llegó Sonia Cohen, una pariente amiga de Bella. Su marido fue capturado con mi cuñado. Me preguntó si me gustaría ir con ella e inmediatamente acepté a pesar de que era la primera vez que la veía. Ella me tomó y yo estaba feliz. La ayudé con la limpieza y las compras. Estuve con ella unos seis meses, solo nosotras dos. No lloré por mi hermana ni por nada más. Un día, fui a la tienda de comestibles, como siempre, y el tendero me preguntó: «¿Qué haces aquí, niña? Ve y dile a tu señora que todos los judíos fueron arrestados anoche y que no hay más judíos en la ciudad». Corrí rápidamente y le dije. Sonia tomó algo de ropa, salimos de casa y comenzamos a correr. Sonia acudió a unos conocidos musulmanes, yendo de puerta en puerta, pero nadie estaba dispuesto a correr el riesgo. Todos tenían miedo de acoger judíos, era una sentencia de muerte segura. Llegamos a la casa de alguien y él dijo: «Puedo dejaros pasar la noche. Dormid en el porche, pero mañana id a Gjakova, una ciudad serbia, con una familia musulmana».
Salimos al día siguiente y Sonia me decía: «No eres judía, eres musulmana y te llamas Selima». No sabía su idioma, hablaban un dialecto turco local, pero un niño no necesita un idioma para sobrevivir...
¿Cómo te sentiste en el pueblo serbio? ¿Cómo te aceptó la familia musulmana?
Eran pastores, y salía con el resto de los niños del pueblo al campo. Pasaba el tiempo con ellos, una niña como el resto. Era libre y experimenté el aire de la infancia. Estaba muy sucia y tenía piojos en la ropa, el cuerpo y el cabello. Nadie prestaba atención si me bañaba o no. No recuerdo haberme bañado en absoluto durante este tiempo. No había agua corriente en las casas y la gente solía ir a los baños de vez en cuando. Después de un tiempo, contraje tifus y tuve fiebre muy alta. Me metieron en la cama, me desnudaron, intentaron refrescarme con una sábana mojada, pero no sirvió de nada. Me llevaron al hospital. Yo estuve muy enferma. Me advirtieron que no dijera que soy judía, pero probablemente alguien informó, y antes de que terminara el tratamiento corrimos de regreso a la aldea. Sonia me sentó sobre un montón de paja en el campo durante varios días. No comí nada, no pude beber ni caminar. Los informantes siguieron buscándonos y la familia musulmana sugirió que nos escondiéramos en el establo.
Cuando nos encontraron, nos trasladaron a una cárcel en Pristina con criminales, comunistas y demás. Estuvimos allí dos semanas, probablemente a principios de 1944. Nos dijeron que nos trasladarían a un campo de concentración para prisioneros políticos (probablemente bajo control alemán). Éramos tres prisioneras judías, solo nosotras dos y otra mujer, todas las demás eran cristianas. No sabían qué hacer con nosotros ni adónde trasladarnos, ya no quedaban judíos.
Una niña en un campo de concentración
En el campo había dos habitaciones para mujeres. Y los cuartos de los hombres estaban detrás de una valla. A las seis de la mañana todos salían a trabajar. Me levanté con los adultos, pero yo era la única niña del campo. Pasaba el día allí, con el guardia armado en la puerta de entrada. Al principio no tenía trabajo, así que solía sentarme en la acera y quedarme dormida. Todavía estaba débil porque no me había recuperado del todo y también por la falta de comida. Después de un tiempo, me dieron una caja y me dijeron que limpiara el jardín, así que lo limpié y las letrinas también. Después, me dosificaba y esperaba a que volvieran los prisioneros. No hablaba con nadie, ni siquiera con Sonia, estaba demasiado cansada para cuidar de mí. Todos estaban cansados y hambrientos. Me apodaron «la muda» porque no hablaba con nadie. No sabía lo que se permitía o no se permitía decir, y por eso era «la muda». Nadie me prestaba atención. Nadie me preguntaba qué hacía durante el día. Yo era una niña rubia vestida con harapos, me iba a dormir y me despertaba con la misma ropa. No podía lavarme. Fuera había un grifo de agua que los presos usaban para lavarse. Pero tenía frío y estaba débil.
Solían colgar a los prisioneros en el campo. Muchas veces nos vimos obligados a salir y ponernos de pie en círculo, y alguien era ahorcado. ¿Por qué? No lo sé. Pero un niño que ve cómo ahorcan gente...eso no es fácil. Por el miedo buscaba a Sonia, pero no la encontrarla. No tenía a quien agarrarme…Por la noche, tenía pesadillas y gritaba, molestaba a las demás prisioneras. Les molestaba por la noche y permanecía en silencio durante el día...Estuve allí unos siete meses. Cada mañana, estaba completamente sola en un campo rodeado por una alambrada y un soldado armado. Una niña que no se ríe ni habla. ¿Eso es ser una niña? No, no lo es.
El día de la liberación
Un día, escuchamos muchos aviones. Se abrieron las puertas y tanto los guardias como los presos escaparon. Todos escaparon, Sonia también. No podía correr tras ellos; Corrí y corrí y luego noté que todos se habían ido, y me quedé sola en el campo. Estaba muy asustada. Todas las lágrimas que reprimí durante tanto tiempo... comencé a gritar. Alguien pasó, «¿Qué haces aquí, niña?» Dije: «Soy judía y me detuvieron en el campo de concentración aquí, y no sé a dónde ir». - «¿A dónde necesitas ir?» Le dije, «Pristina. ¿Está lejos? Lléveme allí y me las arreglaré». Me llevó a Pristina. No sé quién me ayudó, quién era ese hombre. Durante mi angustioso viaje, me ayudaron muchas personas con las que no tenía ninguna conexión o relación, ni familiar ni por ser conocidos. Yo era una niña, ¿a quién podría haber conocido?
¿Conocías a alguien en Pristina?
El extraño me llevó a una casa de tres mujeres judías que también habían regresado recientemente del campo de concentración de Bergen-Belsen, como todos los demás judíos de Pristina. Vieron a una niña sucia. Primero, me quitaron toda la ropa y la quemaron. Me cortaron todo el cabello, mi cabeza estaba completamente herida, tenía llagas en todo el cuerpo debido a la inmundicia pútrida. Tenía ampollas en las manos, decían que era por miedo...Me lavaron. Trataron las heridas en mi cabeza y cuerpo con sanguijuelas. Sin llorar, sin quejarse. Lo que sea que hagan contigo, lo aceptas. Bien podrían haberme matado, lo que sea. No me quejé. Estuve allí varios días, hasta que alguien dijo: «Por favor, llévate a la pobre niña, no tiene a nadie...»
Me trasladaron a otra familia. No fue fácil, aparentemente solía orinarme de miedo. Me quedé con esa familia algún tiempo, pero no fue fácil regresar de los campos y cuidar a un niño extraño que no era tuyo. También eran una de las familias judías que habían regresado de los campos. Tenían sus propios problemas y no estaban sanos. Así que me trasladaron de casa en casa por temporadas, hasta que alguien dijo: «¿Por qué tienen que hacerla deambular así? Hay un orfanato en Belgrado».
El orfanato de Belgrado
Me llevaron al orfanato de Belgrado. Finalmente, conocí a personas como yo, huérfanos frágiles y abandonados. Sentí que había llegado a donde pertenecía, así que lloré. «Llora ... llora ...», dijeron. Entonces lloré.
Pesaba muy poco. Tenía el estómago hinchado y, a causa del tifus, no podía caminar. Me enseñaron a caminar de nuevo. Me dieron comida especial que otros niños no recibieron. «¿Quieres chocolate? ¿Quieres pastel? Tenemos dulces». Me llevaron a la enfermería y me dieron cosas ricas para comer para levantar el apetito. Fui a la escuela, después de cuatro años de no estudiar por la guerra, me pusieron en un grado inferior…. Estuve en el orfanato durante tres años y medio.
La decisión: emigrar a Israel
Los emisarios de Israel llegaron a Belgrado. En una reunión con el viceprimer ministro Tito, Moshé Byada le dijo a la delegación del orfanato: «Miren, niños, estáis aquí solos y también estaréis solos allí. Al menos aquí vais a la escuela. Adultos, estudien lo que quieran y vayan a donde quieran. ¿Por qué tienen que emigrar a Israel y mudarse de nuevo a otro lugar?» Pero como son los niños, si uno quiere algo, todos los demás insisten. «No, queremos ir a Israel». Después de eso, dispersaron a los niños entre las familias. «¿Tienes a alguien?» - No tenía a nadie. Me enviaron de regreso a Pristina para reunirme con personas que conozco y viajar con ellos a Israel. De hecho, encontré una familia que quería emigrar, pero cambiaron de opinión. Le dije: «Podéis quedaros aquí, pero yo quiero emigrar. Llevadme de regreso a Belgrado». Me devolvieron al orfanato de Belgrado.
Al comienzo del viaje a Israel, cada niño estaba emparejado con un adulto y todos nos conocimos en el barco. Cuando abordamos el tren en Belgrado, me emparejaron con una mujer que viajaba sola. Nunca la había visto antes, no sé su nombre, ni siquiera estoy segura de saberlo entonces. Subimos al tren, pasamos por la inspección. «¿Con quién estás?» - «Estoy con esta mujer». - «¿Quién es la niña?» - «Soy su cuidadora». No estaba permitido sacar objetos de valor de Yugoslavia, y ella me dio sus objetos de valor porque los niños no eran inspeccionados. Abordamos un barco y nunca más volví a verla ni a saber de ella. Cuando llegamos a Israel, me llevaron a un kibutz junto con tres amigos del orfanato.
Los primeros años en Israel
Estuve en varios kibutzim y me cambiaron el nombre por Tamar, porque Rajel era nombre de anciana. «¿Cómo se puede llamar Rajel a una dulce jovencita?» En los kibutzim, donde había nuevos inmigrantes, era divertido. Ellos no hablaban nuestro idioma y nosotros no hablamos el de ellos. Nos enseñaron y no entendimos lo que decían. Nos divertíamos…
Me uní al ejército, a la rama de Nahal, y vivía en un kibutz. Me sentía genial, fue maravilloso. Pero los miembros locales de Hashomer Hatzair eran duros. Ellos no me entendían, «¿De dónde eres? ¿El Holocausto? Oh, probablemente fuiste como ovejas al matadero». Desde entonces, nunca mencioné que era un sobreviviente del Holocausto. Estaba avergonzada de ello. No tenían idea de lo que significaba ser un sobreviviente del Holocausto. Les rogué que me permitieran estudiar enfermería mientras estaba en el ejército. Quería devolver algo a los demás. «No, no tenemos presupuesto para eso». «Pero no dependerá de su presupuesto, el ejército lo pagará». Insistieron y no lo autorizaron, y dejé el kibutz en medio de mi servicio militar, me entrené para ser médica del ejército y acompañé a los soldados en sus misiones de entrenamiento.
Después de terminar el servicio militar, estabas sola por primera vez. ¿Qué hiciste?
Llegó el último día de mi servicio. ¿Adónde iba a ir ahora? Ya no era miembro del kibutz. Todos los demás soldados se fueron a casa. «Shela, danos tu dirección», y le dije: «Te escribiré». Me quedé allí con mi maleta sin saber adónde ir. Fue un período difícil en mi vida. Me fui a vivir con unos parientes que tenían tres hijos. Ellos eran pobres. Ni siquiera tenía una cama para dormir. «Quédate con nosotros, puedes ayudarnos con nuestros ingresos». Pero decidí seguir adelante. Intenté quedarme con otra familia que conocía, pero dijeron que no tenían lugar para mí tan pronto como me vieron. «Solo vine de visita», dije. Finalmente llegué al Moshav Kidron porque allí había yugoslavos. Me quedé con la familia Solomon que conocía de Pristina, y me acogieron de todo corazón. De casualidad, su hija, Julia Cohen, que vivía en Jerusalén con su esposo, estaba allí, y me dijo que fuera a visitarla si alguna vez llegaba a Jerusalén, así que lo hice. Estuve en su casa durante tres meses y medio. Vieron que no tenía adónde ir y no intentaron echarme. Tampoco tenía dinero para un apartamento. Finalmente, obtuvieron una visa para Caracas, Venezuela. Julia me acompañó a buscar una habitación para alquilar y se fueron. Gente asombrosa. No sé si hubiera hecho por alguien lo que hizo por mí. Una pareja joven increíble.
Así que me quedé en Jerusalén. Trabajé en el Hospital Psiquiátrico de Talbiya. ¿Fue el trabajo adecuado para mí? No. Pero conseguí lo que pude conseguir. Volvía a casa, a mi habitación, solo, con todas las historias que me habían contado los pacientes durante todo el día… Casi me vuelvo loca. Estaba casi loca. Asumí todas las depresiones y ansiedades de los pacientes. No comía nada. Si comía por la mañana eso sería todo hasta el día siguiente, y además resultó que estaba enferma, tenía una infección de ameba del kibutz.
¿Cómo conociste a tu esposo Avraham?
Conocí a Avraham en el kibutz, durante mi servicio militar, pero no mantuvimos contacto. Por casualidad lo volví en Jerusalén. Me hacía sándwiches de vez en cuando. Luego me llevó a casa, con su madre. Finalmente, conocí a algunas buenas personas, no estaba acostumbrada. Viví con ellos durante seis meses antes de casarme. Fui a ver a un médico por los vómitos que sufría por las amebas. ¿Cómo podía decirle a un médico que no tenía un hogar, ningún lugar donde acostarme, que no es mi hogar? Que no puede acostarse porque vive en la casa de extraños. A pesar de estar muy enferma, aguanté, lavé pisos y lavé la ropa. En la invitación a la boda escribieron: «Le damos la bienvenida a la boda de nuestros hijos».
La familia
Tengo una familia maravillosa. Tengo tres hijos increíbles: Orit, Miki y Dudik. «Todos querrían ser tu hijo», dice el menor. No creo que les diera mucho amor, no pude hacer eso…pero les dimos integridad y orientación en la dirección correcta. Tengo diez nietos, cada uno más hermoso y más exitoso que el otro, y tengo cuatro bisnietos. Incluso cuando me casé y tuve hijos, nunca dije que era una sobreviviente del Holocausto, durante cincuenta años. Miriam Aviezer de Yad Vashem me convenció para que hablara. Solo lo hice cuando mi nuera dijo: «Te llevo a Yad Vashem ahora mismo y vas a contar tu historia». Gracias a ellos abrí mi corazón y di mi testimonio. Luego, Miriam me llevó a la Sala de los Nombres y encontré la lista de deportados de Monopol, que incluye a mi familia, y dijo: «¡Shela, ni siquiera estás viva! Estás registrada como fallecida, ve a cambiar eso». De ninguna manera. No voy a cambiar nada. ¿De qué me serviría eso? Por defecto fui asesinada con mi familia, por casualidad todavía estoy vivo.
¿Alguna vez volviste a visitar Macedonia?
Todos estos años, quise ir a visitar Monopol y Štip. Mis hijos eran mayores y tuve una nieta después de su servicio militar. Dije: «Me voy. Si alguien quiere unirse a mí, bienvenidos sean», y de hecho se unieron, a excepción de mi esposo Avraham, que prefirió no ir. Cuando llegamos a la comunidad judía en Skopie, dije que mi nombre es Rashela y soy de Štip. Dijeron: «Te conocemos». - «¿De dónde me conocéis?» - «Tenemos un libro. Fuiste a la escuela judía». Durante los años inventé una fecha de nacimiento para inscribirme en la universidad. Miré a través de Yad Vashem y la comunidad judía en todas partes. Y allí, abro el libro y veo mi fecha de nacimiento junto a mi nombre. Fue un shock. Después de tantos años, lo encontré…me puse a llorar. Estaban muy conmovidos.
Luego nos dirigimos a Monopol, donde el guía nos llevó a una placa conmemorativa que decía: «Aquí murieron 7.200 personas ...» nada más. Dije: «¡Quiero visitar Monopol!» dijo, «Esto es Monopol, señora". - "¿Qué? Ya conozco Monopol. Hay cinco escaleras pegadas a la pared, una gran plataforma, un gran portón de madera, y luego en la primera planta había diez escaleras y otras diez…» Me acordé porque cada vez que iba al baño lo único que podía hacer era contar las escaleras. Quería ver ESE lugar. No tenía otra opción, así que me llevó a la parte trasera de la fábrica. Se veía exactamente como el día que me fui. Me acordé de todas y cada una de las cosas, me subí a la habitación, las literas no estaban, pero la bombilla colgaba de un cable como en ese entonces, era como si el tiempo se detuviera durante sesenta años…lo mismo.
Desde allí fuimos a Štip. Me acerqué a la casa familiar pero no tuve el valor de acercarme. Regresé a Štip como parte de una delegación en conmemoración del 70º aniversario del asesinato de los judíos de Macedonia, y para entonces había una placa con todos los nombres. Y de nuevo, mi nombre estaba allí junto con los nombres de los demás. Estuve en Štip tres veces y no vi la casa. Sé que no existe, fue saqueada y saqueada. Cuando llego a la calle, mis pies se hinchan y no puedo caminar. Quiero, pero no puedo.