Domingo a jueves: 9:00 - 17:00.
Viernes y vísperas de fiestas: 9:00 - 14:00.
Yad Vashem está cerrado los sábados y días festivos judíos.
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Este año, las ceremonias del Día del Recuerdo del Holocausto y el Heroísmo serán llevadas a cabo bajo el título de “Cada persona tiene un nombre”; en éstas serán leídas largas listas de nombres de niños asesinados durante el Holocausto. Sólo unas pocas fotografías ajadas de algunos de ellos son su único recuerdo, y de sus ojos inquisidores y preñados de recriminación irrumpe el clamor de los cientos de miles a quienes no se les permitió madurar y gozar del derecho a vivir, soñar, amar, jugar y reír.
El niño judío conoció la crueldad de los nazis desde el primer día en que éstos asumieron el poder, primero en Alemania y luego en todos los países aliados o conquistados por ésta. Sus progenitores y familiares no siempre pudieron otorgarle la defensa y seguridad que cada padre pretende dar a sus hijos. Fue separado de sus compañeros no judíos y expulsado de la escuela estatal. Vio a su padre perder el derecho de proveer las necesidades de su familia, y no pocas veces fue testigo de la caída del núcleo familiar al abismo de la desesperación.
Paralelamente al estallido de la guerra se radicalizó la política antijudía del régimen nazi y con ella aumentó el sufrimiento del niño judío. Muchos fueron condenados a las penurias de la vida en el gueto, y en éste al frío, el hambre y las enfermadades. Allí, desconectado del mundo, vivió a la sombra del terror y la violencia sin límites.
Frecuentemente se vio obligado a asumir roles desconocidos para él dentro de la familia que se disgregaba. A veces era quien traía el alimento al hogar. Niños contrabandistas eran figuras centrales en la vida del gueto, por su importancia para la supervivencia de sus familias.
Henryka Lazowert, una poetisa judía, escribió una loa al pequeño y audaz contrabandista, que a pesar de todos los peligros no cejó en su empeño de conseguir comida para su familia. Y así concluyó su poesía:
No volveré a tí [madre]
[...] y sólo sobre los labios
se helará una preocupación:
quien, adorada alma,
te traerá mañana otro mendrugo.
Los niños añoraban la vida que conocieron antes de la guerra. David Rabinowicz, que vivió en una aldea cercana a Kielce, alcanzó a escribir en su diario en agosto de 1940: “Durante los días de la guerra estudio por mi cuenta en casa. Cuando me acuerdo de cuando iba a la escuela, me dan ganas de llorar.”
Al comenzar las deportaciones a los campos de exterminio los niños se encontraron frente al abismo. A lo largo y ancho de Europa niños judíos huyeron, se escondieron, separándose de sus padres y conocidos. Algunos encontraron refugio en los hogares de gente generosa e íntegra, o fueron adoptados. Hubo quienes se ocultaron en conventos, internados, y también en bosques y aldeas, o que deambularon como fieras salvajes perseguidas. Hubo quienes recibieron ayuda de gente misericordiosa y otros que debieron confiar en su propia iniciativa e inventiva. Muchos tuvieron que vivir bajo identidades asumidas, añorando y a la espera del regreso de sus padres. A veces eran tan pequeños cuando se separaron de sus padres, que olvidaron sus verdaderos nombres y su identidad judía. Muchos tuvieron que habituarse a vivir en el silencio más absoluto, sin permiso de moverse, de llorar o reír y a veces sin derecho a hablar. Al llegar la liberación una niña preguntó a su madre: “mamá, ¿ya se puede llorar?”
Pero no todos los niños encontraron refugio y salvación. Decenas de miles fueron capturados y deportados a los campos de exterminio. Por su tierna edad muchos fueron las primeras presas de la maquinaria de exterminio. Casi un millón y medio de niños fueron asesinados durante el Holocausto.
En cualquier lugar en que estuvieron –el gueto, el escondite e incluso el campo– los niños no renunciaron a momentos de vivacidad infantil. En cualquier tregua del hambre y la ansiedad, ya se escuchaban las risas, se iniciaba una riña, y piernas pequeñas corrían detrás de una pelota de trapo. En los rincones de los cuartos hacinados, y también en el más lúgubre de los escondites, niños y niñas acariciaban sus muñecas y sus peluches, a menudo el único tesoro que restaba de un mundo perdido para siempre. Con ellos podían soñar por un mundo mejor, por el regreso a la familia y la niñez extraviada y a ellos podían confiar sus emociones más recónditas.
Al finalizar la guerra comenzó un capítulo nuevo y esperanzado pero también lleno de dolor por la niñez perdida y la familia desaparecida. Entonces se inició para muchos el regreso a la identidad personal y judía, un proceso plagado de dificultades y penurias. “¿Quedan judíos en el mundo?” “¿Quién soy?”, eran estas algunas de las preguntas que se hacían muchos niños que la guerra había separado con crueldad de sus familias y comunidades. Poco a poco salieron de los escondites, los bosques y los campos, y comenzaron un largo y doloroso proceso de rehabilitación. A pesar de las cicatrices trataron de reconstruir sus vidas. Hubo también quienes no regresaron al seno del judaísmo y tampoco lograron reunirse de nuevo con sus familias.
El corto episodio de vida de un millón y medio de niños judíos hace mucho que llegó a su trágico fin. De muchos no queda ni siquiera un recuerdo, ni nadie que llore su muerte.
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