Domingo a jueves: 9:00 - 17:00.
Viernes y vísperas de fiestas: 9:00 - 14:00.
Yad Vashem está cerrado los sábados y días festivos judíos.
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Ellos recién terminaban de cenar, y la mujer retiró los platos de la mesa, los llevó hacia la cocina y los colocó dentro del fregadero. La luz en la cocina era tenue, más aún que la luz del cuarto, que era casi completamente amarilla, las paredes estaban sembradas por manchas de humedad. Vivían aquí desde hacía dos semanas, y esta era su tercera vivienda desde que comenzara la guerra, las dos anteriores las habían abandonado precipitadamente.
Luego, la mujer volvió al cuarto y se sentó a la mesa. Estaban sentados los tres – ella, su marido y su hijo de tres años, un niño de cara redondeada y ojos azules. En los últimos tiempos solían conversar mucho acerca de los ojos azules y la cara redondeada del niño. El niño permanecía sentado y erguido, y miraba hacia el padre, pero era evidente que apenas si podía mantenerse en pie, y que todo su deseo era dormir. El hombre fumaba un cigarrillo, sus ojos estaban enrojecidos y parpadeaban de una manera divertida. Había comenzado a parpadear luego de su huida agitada de la segunda vivienda.
Ya era una hora avanzada, las diez, la jornada hacía tiempo que había finalizado y era posible acostarse a dormir, pero antes de eso ellos debían cumplir con la obligación del juego, el juego que repetían cada noche desde hacía ya dos semanas, porque aún no todo funcionaba de acuerdo al plan.
Y a pesar que el hombre se esforzaba mucho – sus movimientos eran rápidos y su cuerpo flexible – era justamente él el que se demoraba, y no el niño. El niño era magnífico. Cuando vio que el padre apagaba el cigarrillo, se movió en su lugar y abrió aún más sus ojos azules. La mujer que no participaba del juego, acariciaba sus cabellos. Jugaremos una vez más con la llave, sólo hoy ¿verdad? dijo dirigiéndose al hombre. Él no contestó, porque no estaba seguro de que fuera ése el último ensayo. Todavía estaba atrasado unos dos o tres minutos. Se levantó y se dirigió hacia la puerta que llevaba al cuarto de baño. Entonces emitió la mujer con voz serena los sonidos: “Din Don”, imitando el sonido de la campanilla, lo hacía maravillosamente, su “Din Don” se oía realmente como el sonido sereno y musical de la campanilla. Al escuchar el agradable sonido de labios de la madre, saltó el niño de su asiento y corrió hacia la puerta de salida, separada del cuarto por un angosto corredor.
¿Quién es?, preguntó.
La mujer (sólo ella permanecía sentada a la mesa) cerró sus ojos de golpe y con fuerza, como quién se ve atacado de pronto por un dolor agudo.
Enseguida abro, tan sólo estoy buscando la llave, se oyó la voz del niño por segunda vez. Luego entró al cuarto corriendo y dando pasos ruidosos, rodeó la mesa corriendo, tiró de uno de los cajones del aparador y volvió a cerrarlo con un fuerte golpe.
Ya, ya, un instante, es que no la puedo encontrar, no sé dónde la puso mi madre, dijo el niño en voz muy alta, arrastró una silla, se trepó a ella, y extendió su mano hacia el estante superior de la biblioteca.
¡Oh, oh, aquí está! Estalló en un alegre grito de victoria.
Luego bajó de la silla, la arrastró nuevamente hacia la mesa, y sin mirar hacia la madre se encamino con pasos leves hacia la puerta de salida. Un aire helado con olor de humedad venía desde las escaleras. Cierra, querido, dijo la mujer en voz baja, “ lo hiciste magníficamente, de verdad”.
Él no oyó sus palabras. El niño estaba de pie en medio del cuarto y su mirada se dirigía fijamente hacia la puerta cerrada del cuarto de baño.Cierra la puerta, volvió a decir ella con voz fatigada y leve. Noche a noche volvía a repetir las mismas palabras, y noche a noche él fijaba su mirada en la puerta cerrada del cuarto de baño. Al final se oyó un chirrido.
El hombre estaba pálido, y sobre sus ropas había manchas blancas de cal y de polvo. Estaba parado en el umbral, parpadeando de una manera cómica.
¿Y? ¿Cómo fue? preguntó la mujer.
Todavía me faltan algunos minutos, él debía buscar algo más de tiempo. Me arrastro sobre el costado, pero luego...es tan estrecho eso, que debo voltear nuevamente el cuerpo...y eso hará más ruido, con el zapateo...El niño no le quitaba la mirada de encima.
Dile algo, dijo la mujer en un susurro.
Excelente, lo hiciste en forma excelente, mi pequeñín, dijo en un tono sobreelevado automático.
Sí, sí, dijo la mujer, “realmente lo haces maravillosamente, mi querido. Seguro que tú no eres un niño pequeño. Te portas como un grande, tú eres un niño grande ¿no es cierto? Ciertamente tú sabes que si alguien llama a la puerta en horas del día, cuando tu madre está en el trabajo, todo dependerá de ti, ¿no es cierto? ¿Y que dirás cuando te pregunten por tus padres?
Mamá está en el trabajo....
¿Y tu padre?
El niño calló.
¿Y tu padre? Gritó el hombre estremecido.
El niño empalideció..
¿Y tu padre? Volvió el hombre a preguntar bajando la voz.
Muerto, contestó el niño y se arrojó hacia su padre que estaba de pie a su lado parpadeando de una manera cómica, pero hacía tiempo que él mismo estaba entre los muertos para quiénes de verdad llamaran a la puerta.
Fuente: Ida Fink, “El Juego de la Llave” en Sof haolam harishon sheli [El fin de mi primer mundo], serie clásica de bolsillo Omanut Laam/ Am Oved, Tel Aviv 1997, páginas 37-40.
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