Domingo a jueves: 9:00 - 17:00.
Viernes y vísperas de fiestas: 9:00 - 14:00.
Yad Vashem está cerrado los sábados y días festivos judíos.
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Yad Vashem está cerrado los sábados y días festivos judíos.
En la ciudad no se veía un ser vivo, sólo nuestra caravana se abría paso entre las ruinas. Frente al razgón que había en la lona, esperábamos nuestro turno: todas quieren espiar, ver con sus propios ojos la venganza de Dios sobre nuestros enemigos.
De pronto los camiones se detuvieron.
Tinieblas. Noche. Otra vez espiamos por la lona. Vimos hombres con ropas de civiles. ¿Dónde estamos? Es difícil ver en la oscuridad, y más difícil todavía entender lo que sucede a nuestro alrededor. A cada camión se acercan dos hombres con ropas civiles. Se levanta la lona que cubría la entrada.
Se dirigen a nosotras con buenos modales: “¡Desciendan, por favor!”
A cada una le extendían una mano, y con delicadeza nos ayudaban a bajar.
Las palabras suaves, la mano extendida para ayudar, nos producían mareo.
Nosotras, acostumbradas a los gritos y a las maldiciones:”¡Al demonio!”, “¡Rápido!”, no entendíamos lo que sucedía. Sobresaltadas, nos ordenamos de a cinco, una larga fila de mujeres esqueléticas, esperando...
Y entonces rompió el pesado silencio un hombre alto que se dirigió a nosotras. Dijo con voz temblorosa (¿acaso lloraba?): “¡Mujeres queridas!, no están en un campo, y no es necesario que formen columnas ordenadas, de a cinco. ¡Están libres!”.
Sus palabras no lograron penetrar en nuestra conciencia. Continuamos de pie. Petrificadas. Tratando de entender. ¡Están libres!. Las palabras resonaban en mis oídos. ¡Están libres!. Debía sentir la libertad. Intentaré correr unos metros hasta ese automóvil. Yo sola. Así, para divertirme. “Madre, lo intentaré”, susurré, pero mi madre no comprendió mi intención, y antes de que atinara a contestarme, salí de la fila, me moví a la izquierda y a la derecha, emprendí una rápida carrera hasta uno de los automóviles, y volví. Regresé a la fila, sofocada, jadeante y sin fuerzas. Y he aquí que el hombre alto se dirige directamente hacia mí, y tras él otros hombres y mujeres con delantales blancos. Mi vista se nubló. ¡Venían a buscarme!. ¡Me tendieron una trampa!. Mis ojos se llenaron de lágrimas.
El hombre alto se paró a mi lado, acarició mi cabeza y me dijo:"Niña, mi pobre niña, ¿cómo quedaste en vida?”. Los escuchaba como a un coro: “Niña, sí niña, ¿estuviste en los campos? ¿Cómo sobreviviste? ¿Cuántos años tienes? Ahora ya estás en libertad”.
Cada uno de ellos intentaba preguntar, acariciar, tocar. Temblé de miedo y rompí en llanto. “¡No!, yo no soy una niña, yo tengo 16 años, sabía trabajar”. Era el estribillo conocido, sobre el cual volví tantas veces, y me pareció siempre que era lo que me salvó de la muerte. Ellos susurraban algo entre sí, y lentamente se alejaban, llorando silenciosamente.
Entonces, mi madre me abrazó, llorando también ella:” ¡ Tselinka! Me parece que realmente estamos en libertad. Ya no debes trabajar. Recuerda, tan sólo tienes 13 años. Sí, trece y dos meses. No necesitarás mentir más, no tendrás que temer ni esconderte. ¡Eres Libre! ¡Somos libres!”
“Soy libre”, intenté volver a repetirme a mí misma, como si de un golpe me hubiesen sacado una pesada carga de encima. Sentí cansancio, quise tan sólo cerrar los ojos y dormir, dormir.
Nos pidieron adelantarnos hacia unos bancos, sobre los que había unas jofainas. En las jofainas había agua tibia y a su lado jabón perfumado. Debíamos lavarnos por turno; pero cuando llegó nuestro turno, ya no había más jabón. Trajeron más jabón perfumado, y nos pidieron, rogaron, no beber esa agua tibia porque no era potable. Pero el agua era tan rica y el jabón tan perfumado, y era tan fácil “arreglarlo” cuando a nuestro lado no había vigilancia, lástima que no era posible “arreglar” el agua tibia en nuestros bolsillos...
Un aroma de pan fresco llegaba hasta nuestras narices. El aroma agradable y excitante viajaba por el aire, aroma embriagador, aroma de pan.
Nos sentaron en bancos al lado de mesas preparadas, sobre las cuales había bandejas colmadas de emparedados. El aroma era tan embriagador, que en muy poco tiempo, segundos, las bandejas quedaron vacías. Cada una de nosotras arrebataba por miedo a que no quedara nada. Trajeron más. Otra vez todo desapareció. Ellos no nos hicieron ninguna advertencia.
¿Quiénes son esos hombres buenos?
Y nuevamente, con paciencia y sonrientes, llenaron las bandejas.
“ ¡ Que rico es el pan negro con queso! ¡ Que rico!” Dije a mi madre, que me miró y dijo: “No es pan con queso, Tselinka, es una rodaja de pan negro untada con manteca, y sobre ella una rodaja de pan blanco”.
Me avergoncé. “No importa, mamá. Es tan sabroso, y lo más importantes es que en los bolsillos tengo otros dos emparedados para mañana”. Los hombres buenos veían todo, nos sonreían con una sonrisa de paciencia que entibiaba el corazón, una sonrisa tranquilizadora, que hacía olvidar el dolor. Pedimos saber quiénes eran esos hombres pacientes y compasivos, y ellos nos contaron que ahora estábamos en Dinamarca, y que en unos días zarparíamos hacia Suecia – y allí seríamos liberadas por completo.
“ ¡ Suecia! ¿Allí no hay alemanes? ¿No habrá allí ningún alemán?”y otras preguntas como esas que temíamos hacer pues temíamos a las respuestas. Y por ello preguntábamos en voz baja: “¿Hay allí judíos? ¿Quedan todavía judíos en el mundo? ¿Sí? ¿Dónde?”
“¡Llegó la hora de descansar!” nos dijeron. “Con las preguntas continuaremos mañana, pasado mañana, ahora deben ustedes descansar del cansancio del viaje. Llegó la hora de dormir”.
Entramos a unos grandes bloques que parecían graneros. Estaban vacíos. Cada una recibió un saco de dormir de papel, con cremallera. Nos metimos en ellos pero no podíamos dormirnos. Todo era tan bueno y tan bello, que daba lástima dormir.
Los sacos comenzaron a hacer ruido. Volvieron los hombres y nos pidieron que durmiéramos. Que descansáramos.
“¿Qué? ¿Todavía comes pan? ¿Todavía estás hambrienta?¿No?¿Pues entonces por qué no duermes?¿Y tú, por qué lloras?¿Te duele algo? ¡Ah! ¡Lloras de felicidad!”.
Aquí y allá se escuchaban crujidos. En un rincón había un saco de dormir especialmente crujiente. Una mujer de blanco llegó hasta ella, abrió el cierre con cuidado, y se encontró frente a un cuadro sorprendente: dentro del saco había harina y agua y una mujer sentada amasando. La mujer de blanco retrocedió, pero enseguida acercó su rostro a la que estaba sentada, y con tono tranquilizador le susurró: “¿Porqué tienes que amasar? Mañana recibirás todo fresco y sabroso, ¿Para qué quieres masa? Dame la masa y mañana te daré pan fresco”.
La mujer del saco comenzó a llorar. No estaba de acuerdo con el trato. Había arriesgado su vida cuando “arregló” la harina. La masa le pertenecía. Prometió dejar de amasar, ella dormiría como las otras. Pero la masa quedaría a su lado.
Amaneció. El primer amanecer en libertad.
El sol envía sus rayos. Canto de pájaros. Un lejano ladrido de perro. Todo despierta a un nuevo día, un día de libertad.
Yacía en el saco de dormir de papel, abriendo y cerrando los ojos, abriendo y cerrando. No quiero levantarme, temo despertarme. ¿Y que es lo que sueño?
¡Que siga el sueño, que siga!
Poco a poco fui abriendo los ojos. No es un sueño. Ayer apenas nos trajeron aquí, a Dinamarca, al país libre.
Me llené de ira. Me enojé con el sol, con los pájaros, con todo el mundo.
¡Sol! ¿Dónde estuviste durante seis años?
¡Pájaros! ¿Por qué no cantaron?
Y tú, estrella del amanecer, ¿por qué nos despertabas sólo para la formación?
Allí los rayos del sol solamente daban miedo.
Allí los pájaros solamente se lamentaban.
“Levantarse por favor...” se oyó una voz suave y agradable.
Nadie se levantó. El rumor de los sacos se silenció. Y de nuevo se oyó la voz: “Levantarse por favor...”
Una voz tan agradable y tranquilizadora, tan distinta de la voz chillona y aterrorizante de la Blokova, la encargada del bloque. Esa mañana la voz era mensajera de libertad.
Ninguna se levantó. Queríamos oír otra y otra vez la voz tranquilizadora.
La voz que había desaparecido del mundo por seis años. Y esa mañana llegaba hasta nosotras.
“Levantarse por favor”. Sólo tres palabras. Las palabras que actuaban sobre nosotras como una bebida embriagadora que comenzaba a calentar nuestras mentes. Como ebrias, y no de vino, intentábamos entender el significado de las palabras: ¡Levantarse por favor!
Ellos se dirigen a nosotros como a personas. ¿Es que volveremos a ser personas?¿Simplemente personas?¿Escuchar que se dirigen a nosotras con cortesía?¿Sentir?¿Demostrar nuestros sentimientos?¿Seremos capaces simplemente de Ser?¿Acaso llegó la libertad?¿Es así como nos imaginamos los momentos de la libertad añorada?¿Dónde está la alegría?¿Dónde las voces de regocijo?¿Los besos?¿Dónde están las familias?
Sin ningún sentimiento, nos levantamos. Sin alegría y sin tristeza. Sin risa y sin llanto. Un solo sentimiento encontraba su lugar entre nosotras; era el sentimiento que nos había acompañado durante seis años y ahora no nos abandonaba: el miedo, ahora con la forma del miedo al futuro.
Viajamos en tren.
“¡Mamá!¿Es esto de verdad un tren?. ¡Mamá, mira, asientos! ¡Mira que ventana tan grande! ¡Se ve como el mundo se mueve hacia nosotros!”
“Sí, Tselinka, es un tren de pasajeros, un tren especial para llevar gente. Tú sólo conoces los trenes que nos llevaban de campo en campo, vagones sin ventanas, sin asientos; esos trenes eran trenes de carga”.
“¡Mamá, mira! Hasta lavabos hay en este tren maravilloso”.
Pegué mi frente a la ventana, con mis ojos explorando el paisaje que pasaba, campos verdes, altos árboles con distintas formas – todo verde.
Mi respiración se detenía. No podía desviar la mirada de las hermosas imágenes. Hileras e hileras de árboles frutales coloridos (no sabía distinguir todos los frutos, simplemente nunca los había visto).
A ambos lados de los rieles del tren pasaban automóviles, y se veían también muchos ciclistas. Cientos de personas, mujeres, hombres, niños, estaban de pie y agitaban sus manos saludando. Algunos de ellos también arrojaban flores al paso del tren, y otros mandaban besos por el aire.
“¡Mamá! ¡Mira como se alegran de vernos, a nosotros, los sobrevivientes! ¡Cuanto amor nos muestran! Personas tan buenas. Todavía hay personas buenas en el mundo”.
Cerré mis ojos y murmuré en voz baja: “Sueño, es todo un sueño”. Abrí lentamente un ojo, y luego el otro – no convenía despertarse. Mis ojos abiertos se encontraron con los ojos cubiertos de lágrimas de mi madre.
El tren se detuvo. Nos dijeron que habíamos llegado al puerto. También aquí había mucha gente, que nos aplaudían. El tren continuó lentamente hacia el vientre de la nave. Sonó una sirena, y el barco dejó el muelle de Dinamarca con proa hacia Suecia.
Todo me parecía misterioso y atemorizante. Demasiadas cosas irreales sucedían en un solo día. Mi madre percibía ese miedo cuando me apretaba, me abrazaba y me decía: “¡Tselinka! No tienes nada que temer, la sirena que oíste no llama a la formación. Los hombres de uniforme son marineros. ¡Estamos en libertad!”
Llegamos a Malmö – ciudad portuaria en el sur de Suecia. También aquí nos recibieron cientos de personas, sonriendo y enviando besos por el aire. Una orquesta tocaba, y cada uno de nosotros recibió un vaso de bebida con olor a chocolate.
Otra vez mi cuerpo temblaba: ¿Orquesta?¿Por qué tocan ahora? Allí tocaban cuando hacían marchar a la gente hacia el crematorio.
Huelo la bebida que tengo en mis manos, y comienzo a dar pequeños sorbos con deleite.
“¡Mamá! Que chocolate tan rico!”
“No, Tselinka”, contestó mi madre, “No es chocolate. Es cacao cliente”.
“¿Cacao caliente?”, vuelvo a repetir sus palabras. “No importa como se llama, ¡es tan dulce y rico!”
Desde el puerto nos llevaron hasta un amplio salón. A su alrededor había bancos, y otra vez palanganas con agua caliente, y jabón perfumado. Nos dijeron que nos desvistiéramos, que arrojáramos las ropas que teníamos puestas, que no bañáramos y nos laváramos el cuerpo y la cabeza. Nos detuvimos un instante, tocamos con cuidado el agua caliente y olimos una y otra vez el jabón que teníamos en nuestras manos. Volcamos sobre nuestras cabezas el agua, que corrió por nuestro cuerpo llenándonos de placer, hasta los pies.
Las mujeres que se ocupaban de nosotros traían las palanganas una y otra vez. Con paciencia, con comprensión. Llegó el momento de terminar. Nos ayudaron a secarnos, nos rociaron con un material desinfectante llamado D.D.T. y nos dieron ropas nuevas – ropa interior, vestidos, medias y zapatos.
Cuando llegó mi turno, no encontraron zapatos adecuados a mi medida. Finalmente elegimos un par de tamaño adecuado, pero de tacón alto. “¿Es para mí?¿Zapatos con tacón de señora?. Pues no quiero zapatos”. Y me puse a llorar. Las personas buenas se preocuparon, me acariciaron la cabeza y prometieron comprarme un par adecuado en cuanto abrieran las tiendas.
Mi madre se dirigió a mí asombrada: “Tselinka, allí no llorabas en las situaciones más difíciles, y ahora ¿lloras por unos zapatos?”
“Sí, madre, ahora yo quiero ser como todos, una niña de 13 como todos los niños de mi edad. No quiero que me señalen con el dedo y me llamen loca”.
A la mañana siguiente recibí mis zapatos especiales, con cordones.
Esa misma noche nos hicieron acostar en el salón grande, sobre colchones cubiertos con sábanas blancas de papel, nos taparon con mantas blancas – también de papel – todo blanco y limpio.
Me resultaba difícil dormirme dentro de semejante limpieza. Toda la noche estuve oliendo la manta y la sábana. ¡Que olor! ¡La limpieza tiene un olor especial!
Fuente: Tsila Liberman, Tselinka, ialdá shesardá et Auschwitz [Tselinka, una niña que sobrevivió Auschwitz], Yad Vashem, Jerusalén 2002, págs. 121-128
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